Los gobiernos autoritarios miran con preocupación las manifestaciones que trascienden los hogares, los centros de trabajo, las asociaciones políticas y otros recintos, y optan por expresar en la calle, a voz en cuello y con el puño el alto, el rechazo de medidas impopulares que los confrontan con crecientes sectores sociales, cada vez más insatisfechos e iracundos. Finalmente, quienes “ganan la calle” vencen el temor a la represión y resuelven jugarse el “todo por el todo”.

En esa coyuntura, el gobierno autoritario tiene opciones: valerse de la fuerza —midiendo la suya con la de los grupos inconformes— o adoptar medidas de apaciguamiento. Esto implica rectificaciones y avenimientos entre las autoridades que han abusado del poder y los sectores de la sociedad que ponen a prueba su fuerza y reclaman derechos arrebatados por el arbitrio autoritario.

Es tan necesario como complejo ponderar la fuerza que puede adquirir la irritación del pueblo —de algún sector o del conjunto de la sociedad agraviada—, la potencia de quienes comienzan a ganar la calle, el posible alcance de los movimientos de inconformidad o de ira cuando superan los medios de contención, represión o persuasión de los que se vale el gobernante.

En nuestro país ha habido diversas expresiones de inconformidad contra el mal gobierno. Hemos tenido revoluciones, amparadas por la ola popular enardecida, y manifestaciones que expresan sus quejas y animan sus fuerzas en discursos, marchas, alegatos de mayor o menor enjundia, seguidas por negociaciones que cierran el cauce de los alzamientos y bajan el nivel de las aguas.

Que el malestar popular y la reclamación social tomen una u otra vía depende de muchos factores. Uno de ellos es el talento —y el talante— de los gobernantes, portadores del impulso que lleva a la paz o a la guerra. El gobernante demócrata puede promover soluciones pacíficas, prontas, suficientes. En cambio, el tirano de vocación autoritaria, irreductible, engendra odio y violencia. Ni mira ni oye; sólo arremete. De todo hubo —¿y habrá?— en la crónica de nuestra república.

Históricamente, las expresiones de inconformidad, las reclamaciones iracundas, los amagos de violencia —o la violencia desencadenada— han cundido en diversos sectores de la sociedad, en formas y con resultados distintos. Aparecieron cuando aquéllos ganaron la calle, movidos por la insatisfacción de campesinos, obreros, profesionales, estudiantes, que enfrentaron a gobiernos incompetentes, indolentes o intolerantes. Las características de estos movimientos y sus consecuencias se hallan en la memoria —espero que así sea— de las generaciones presentes en la vida de México.

En meses recientes han aparecido nuevas “tomas de calle” con participantes que no solían acudir a estos escenarios. Han sido manifestaciones clamorosas, hasta ahora pacíficas, que de pronto surgieron de la sombra, insospechadas, torrenciales, y elevaron la voz como no lo habían hecho en mucho tiempo, o acaso nunca. Encararon al poder público, provocador de inconformidades que conquistaron la voluntad de millares de ciudadanos, convertidos en beligerantes.

El nuevo contingente se integra principalmente con la clase media, provocada y ofendida. Los convocantes midieron su inconformidad —muy grande—, calcularon su fuerza —poderosa— y reclamaron su sitio en la toma de decisiones y en la conducción del futuro. En este espacio hallan acomodo los actuales militantes del Poder Judicial —que también han sorprendido a la sociedad política—, agredidos por medidas arbitrarias aderezadas con un notorio menosprecio y sonrisas burlonas. Este sector de la inconformidad ciudadana enarbola la bandera de la legalidad y debe ser atendido, pronto y en serio. También aquí cuentan el tiempo y los medios.

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