Cuándo el poeta José Homero me escribió invitándome a presentar la novela de Adriana Ortega Calderón (Torreón, 1975) Cuando los gatos esperan publicada por la Universidad Veracruzana en la Colección Ficción no sabía qué me esperaba tras ese título enigmático, de oscura provocación, con esa carga que las civilizaciones y la literatura han colocado en los felinos domésticos. Quise también leerla porque los gatos me producen temor y respeto, pero sobre todo había algo indescifrable en el nombre de la novela corta, que en sí misma es una forma y una tradición que me atrae. De inmediato me sorprendió la prosa. Es cierto que tal vez cada novela pida su tono y su lenguaje y que en otra novela suya podría encontrarme a una autora estilísticamente distinta, pero la elegancia y formalidad del texto inmediatamente me colocaron en el siglo XIX, en Versalles y en el arribo del joven científico argentino a esa estancia de investigación que para él representa un alto alcance por cuanto la historia, la ciencia y el arte —de los que está bien informado— le deparan.  Sostenida a través de un narrador personaje, que intenta una explicación a la perplejidad que le produce que sus anfitriones, con los que ha sostenido una larga correspondencia para ser su huesped, no estén. A lo largo de los días y las semanas, el lector transita con el protagonista de la esperanza a la decepción, nuevamente a la esperanza que se adereza con la confitería que lleva de regreso a casa para poder agasajar a los habitantes ausentes donde una sola habitación está abierta: la suya. Este vaivén, que el ritmo de la prosa acompaña, se precipita inevitablemente. Llama la atención el efecto que produce la inmovilidad de la situación con esos vecinos hostiles, con compañeros de trabajo lacónicos, en aquella casa vacía donde sólo los gatos cambian de lugar o de actitud, o dejan huellas de harina en el piso o maúllan o sentencian o miran mientras la prosa intenta mantener la cordura con la suavidad del estilo. Este es una de los grandes hallazgos de esta novela breve que se agradece en el panorama en la narrativa actual donde el presente violento reclama su primacía.

El libro me convirtió en una lectora asombrada, transmutada a otro tiempo y a otra realidad donde la atmósfera brumosa y un progresivo aislamiento me hacen, como le pasa a Álvaro Lucero, añorar la compañía de su madre y de Martín, con quien se intuye una suerte de relación amorosa o muy cercana amistad. El código de honorabilidad y corrección esmerado del joven que llega al viejo mundo se va gastando y asienta una forma de abandono. El adentro y afuera de casa se van descomponiendo a través de la trama cuyo final nos toma por asalto.

A Adriana Ortega la precede una trayectoria como galerista, como editora, fundadora de proyectos culturales y revistas, traductora además de escritora que la ha llevado a distintas partes del mundo. Ese espíritu cosmopolita se refleja en su vertiginosa novela (que me recuerda al placer que me produce leer a Henry James) que sorprende con un estilo narrativo y una historia elegida muy a contrapelo de las tendencias y temas actuales poco abocados a tomarle el pulso a la extranjería, la extrañeza y la distancia, a lo que significaban los anhelos en otro tiempo, las llegadas y las partidas, las cartas, los códigos muy lejos de la inmediatez con la que vivimos. Una novela perturbadora que, como al protagonista, nos despoja de certezas. Una primera novela que irrumpe con un manotazo de identidad. Agradezco que Adriana Ortega Calderón nos haga detenernos y encarar nuestros propios demonios tan lejos y tan cerca de casa.

Suscríbete aquí para recibir directo en tu correo nuestras newsletters sobre noticias del día, opinión, y muchas opciones más.
Google News

TEMAS RELACIONADOS