Sales del restaurante donde desayunaste con tu amiga. Es tu cumpleaños y comienzas por celebrarte así. Los afectos. Es lo más importante ese día. De repente se te ocurre. No visitarás a tus padres en el nicho de una iglesia barroca, los nichos no te dicen nada. Son oscuros e impersonales. Entonces te subes al coche y llegas. Inventas que tienes que ver un vestido de novia, dices que se va a casar tu sobrina y en parte es cierto, estaría bien que le dijeras cómo son los vestidos que venden ahí. Pero esa no es la razón principal. ¿Tiene cita?, preguntan por el interfón, son amables y de todos modos te dejan entrar. Subes la escalera y aferrada al pasamanos que usaste una y otra vez, quieres pensar que es el de antes pues la claridad del tragaluz en el techo lo baña con la misma alegría. Subes como cuando subías con tus hijas después de un paseo, como cuando bajabas con tus padres mayores. Llegas al final de la escalera donde está el mismo vestíbulo; el piso es otro, la decoración también, pero giras hacia la derecha y atisbas el escalón que separaba el comedor de la sala. Una hilera de vestidos de novia sustituye los cuadros, la cómoda antigua, el sofá. Al fondo persiste la escalera de hierro forjado, ahora pintada de blanco nupcial, por la que subías al estudio de tu padre, que no existía cuando habitabas la casa con tu marido y tus hijas. Donde había ventanas, la escolta de vestidos de novia ilumina el espacio con su espuma de encaje, con su larga blancura, con su promesa de futuro.

El espacio significa mucho, no sólo porque tú lo viviste y después tus padres. Escribiste una novela donde había una tienda de vestidos de novia y la imaginaste ahí, para que Eugenia atendiera a los clientes con ese resentimiento amoroso por una historia que se revelará poco a poco en Cuando te hablen de amor. Cuando años después viste el letrero y el escaparate en ese segundo piso te asaltó la idea de que las ficciones construyen realidades. Pero ahora que finges, aunque no finges del todo, porque de verdad hay un vestido que te gusta y que le vas a sugerir a tu sobrina, estás parada en el lugar exacto donde estaba tu escritorio y donde escribiste esa primera novela publicada (porque escribiste otra anterior que todavía está en el cajón). Recuerdas la vieja computadora con discos floppys, donde un día perdiste el archivo que alguien salvó. Te llama la atención el impulso por acudir al espacio significativo para estar con tus padres y contigo misma en el tiempo. Curioso que estés ahí develando el escenario anterior tras las túnicas y drapeos albos, porque justo ahora ha salido de nuevo la novela escrita ahí que paradójicamente lleva por título Tonada de un viejo amor, la que te descubrió la experiencia de escribir novelas y te seguiste hasta la más reciente, Últimos días de mis padres, que tiene entre los escenarios, ese espacio. Ahí estás de pie sintetizando los tiempos, redondeando el camino. Te das cuenta por qué tuviste el atrevimiento de volver, aunque la recámara sea una oficina, aunque la terraza ya no tenga los helechos que tu madre cuidaba, aunque los baños sean vestidores y la cocina un espacio impenetrable.

Como escribiría Juan Rulfo: Vine a buscar a mi padre, y a mi madre, y a la escritora y madre joven que ahora cumple muchos más años.

Suscríbete aquí para recibir directo en tu correo nuestras newsletters sobre noticias del día, opinión, y muchas opciones más.
Google News

TEMAS RELACIONADOS