El señor presidente ha cometido dos errores de concepción, que están marcando el curso de (lo que debería ser) su sexenio: el primero ha sido creer que la creciente concentración de las decisiones políticas en sus manos equivale al dominio de los problemas que lo desafían; o dicho de otra manera: creer que la acumulación de poder para someter a los otros le suma capacidades para imponer un régimen político proclive a los intereses de pueblo, porque solamente él encarna su voluntad. A este primer error le llamaré, por economía del lenguaje, la fantasía de la dictadura popular.
El segundo es creer que pueden forjarse las circunstancias indispensables para derrotar personalmente a quienes se oponen a la transformación que propone, como si el curso de la historia dependiera de sí mismo y de nadie más. A este segundo error le llamaré: la fantasía del heroísmo histórico. Ignoro si estos errores son inconscientes. Pero no tengo duda de que están amenazando su propio éxito y comprometiendo la viabilidad de la administración pública en su conjunto.
En su formulación más básica, el presidente considera como adversarias a todas las personas que dudan, critican o cuestionan las decisiones que va tomando, porque las interpreta como un obstáculo para la reivindicación popular: oponerse a él, equivale a contradecir al pueblo. “Ubicarse en el cambio”, en el lenguaje utilizado por el presidente, significa “obedecer”: obedecer al pueblo que se expresa a través de su investidura. Por tanto, la única forma de respaldarlo es aceptando todo lo que diga o haga: todo. De aquí la obsesión de combatir a quienes no obedecen y de convertirlos en enemigos que es menester derrotar. Ya que el pueblo ha sido sobajado a lo largo de toda la historia, la revancha que encarna exige la mayor concentración de fuerza política para someter o neutralizar a quien contrarreste o discuta.
No obstante, dado el régimen político en el que gobierna, esa obediencia ciega resulta imposible: tendría que instaurarse una dictadura popular, no una democracia. Por eso, mientras no consolide la destrucción de todos y cada uno de los obstáculos institucionales y políticos que se le presenten, seguirá siendo una fantasía. La fantasía de una dictadura popular que ha logrado vencer a sus adversarios gracias al poder entregado a su líder quien, tras el triunfo definitivo, avanzará libremente en busca de su destino.
Con todo, la historia es rejega. Hay circunstancias que no se eligen ni se determinan voluntariamente. Nuestros héroes —con quienes se compara obsesivamente el señor presidente— lo fueron porque supieron reaccionar con patriotismo, bonhomía y eficacia a los desafíos históricos que afrontaron, sin que ellos los hayan buscado: Juárez no influyó en la guerra de secesión de los Estados Unidos ni se propuso crear las condiciones para la invasión francesa; fue un héroe, porque supo enfrentarla y logró la restauración de la República; no inventó a sus enemigos, ni los azuzó para poderlos derrotar a placer e inscribirse en la historia escribiendo de puño y letra sus páginas. Por eso se volvió el Benemérito de las Américas. Lázaro Cárdenas tampoco se propuso expropiar la riqueza petrolera, entre otros muchos aciertos, para grabar su nombre con letras de oro en la cámara de los diputados: lo hizo cuando se agotaron los medios legales que tuvo al alcance para defender los derechos laborales de los trabajadores petroleros. Quien se obstina en ser héroe por la sola alegría de serlo, no es un estadista sino un Quijote.
Tengo para mí que la fantasía de la dictadura popular y del heroísmo histórico está nublando la mirada de nuestro presidente y confundiendo a quienes lo acompañan. Ojalá entiendan que el Estado mexicano podría derrumbarse, mientras el espíritu encarnado del pueblo se entretiene abatiendo molinos de viento.
Investigador del CIDE