Hace unas semanas, Transparencia Internacional y su capítulo en México, dieron a conocer la edición 2022 del Índice de Percepción de la Corrupción. Este conocido ejercicio analiza 13 fuentes de información secundarias y registra las opiniones de una muestra plural de ciudadanos para identificar percepciones sobre el fenómeno de la corrupción en 180 países del mundo. La medición para México es poco alentadora. Durante los últimos tres años y a pesar de los discursos, el país ha mantenido un nivel de estancamiento en la materia, con el mismo puntaje reprobatorio de 31 sobre 100.  

Después de un pequeño entusiasmo frente a la promesa del combate frontal a la corrupción, los resultados no solamente han decepcionado, sino que hay signos de retroceso. Al día de hoy, México es el país de la OCDE con mayor percepción de corrupción. De la mano de Rusia, es de las economías del G20, que más registra este fenómeno. Y a nivel regional, el país se ubica en las últimas siete posiciones, apenas por encima de países con serios problemas de criminalidad y de ausencia de Estado de derecho, como Paraguay, Guatemala, Honduras, Nicaragua, Haití y Venezuela.   

Las razones expuestas por Transparencia Mexicana son la falta de consecuencias frente a delitos de corrupción, el uso político de las instituciones encargadas de combatir el fenómeno y la ausencia de acciones para recuperar los recursos desviados entre otras. 

Sin embargo, este último punto es de fundamental relevancia para las cuentas que el titular de la Auditoría Superior de la Federación habrá de rendir el próximo lunes frente al Congreso, momento en el que por ley debe de entregar el Informe General Ejecutivo del Resultado de la fiscalización superior. 

Por acuerdo de la Junta de Coordinación Política de la Cámara de Diputados y con la firma de los coordinadores de los siete grupos parlamentarios, la Comisión de Vigilancia de la Cámara realizó un diagnóstico sobre el papel que ha desempeñado el órgano fiscalizador sobre la revisión del uso de los recursos públicos. En este informe se da cuenta de rezagos acumulados, de la debilidad de las acciones de fiscalización como pieza clave del combate a la corrupción y de la inacción que ha tenido el ente revisor en la formulación de investigaciones y denuncias que se debieran derivar de los desvíos detectados. De acuerdo con el diagnóstico y a partir de la información pública, durante la gestión del actual auditor se produjeron 4 mil 509 acciones (1,686 corresponden a la fiscalización de la cuenta pública 2018; 1,653 a la cuenta pública 2019 y 1,170 a la cuenta pública 2020). De este total, 86 por ciento corresponden a pliegos de observaciones, es decir, a posibles daños en contra de la hacienda pública federal. Con ello, han quedado sin aclarar el destino de 309 mil 475.8 millones de pesos.  

El problema, como se alerta en el informe, no solamente es que el área responsable de realizar las investigaciones parece haberse convertido en un embudo burocrático, sino que además, varias de estas faltas y delitos podrían estar a punto de prescribir beneficiando a los infractores y afianzándose la impunidad que prevalece en el país. 

En el informe se enlistan una serie de propuestas y estrategias para lograr una fiscalización que sirva. Entre ellos, está la necesidad de aumentar la rendición de cuentas sobre acciones y decisiones que han llevado a la reducción de evaluaciones a programas y políticas, las modificaciones al reglamento interior o los cambios de último momento, al plan anual de auditorías. 

La autonomía técnica, de gestión y presupuestaria de la que goza la Auditoría Superior de la Federación, no debe confundirse con anarquía. En contextos de corrupción sistémica, los vigilantes están llamados a rendir cuentas.

Investigadora de la UdG

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