La corrupción es un fenómeno presente en nuestra vida nacional. Son muchos y variados los registros que dan cuenta de la alteración de precios, venta de cargos o amañamiento de contratos. Las crónicas novohispanas, los memoriales federalistas o las denuncias revolucionarias informan de la afectación del patrimonio público en beneficio de actores privados y públicos. Paralelamente a esos señalamientos están los que dan cuenta de la impunidad. Del ocultamiento de documentos, de aparentes errores burocráticos, de componendas ministeriales o de sobornos judiciales.

El vínculo entre corrupción e impunidad es tan grande y continuado que se retroalimenta. Es una red que invita a considerar los altos beneficios por la realización de actos ilícitos frente a la baja probabilidad de ser denunciado, procesado o sentenciado.

En la larga historia de la corrupción y la impunidad nacionales, ha habido una transformación de los sujetos participantes, de los objetos de la relación y de los modos de ejecución. No es lo mismo la asignación de grandes latifundios que el otorgamiento de permisos o concesiones de nuevas tecnologías. Es distinto corromper a un aduanero para introducir mercancía ilícita a hacerlo para sustancias prohibidas. Más allá de las variaciones, en la actualidad se está presentando una circunstancia que difiere de sus malos precedentes. No estoy aludiendo a los montos involucrados o a los daños a la hacienda pública. Todavía no es posible cuantificar si lo acontecido en el actual período presidencial es de la misma o mayor magnitud a lo resultante de otros sexenios.

A lo que me refiero es a los reiterados y abundantes señalamientos acerca de la participación de personas cercanas a Andrés Manuel López Obrador en un amplio número de posibles actos de corrupción. Prácticamente a diario nos enteramos de —todavía— presuntos hechos de corruptela por quienes conforman su llamado primer círculo. La información proporcionada tiene que ver con acuerdos o documentos de contratos irregulares, sobreprecios o asignaciones directas. En otros casos sabemos de descarrilamientos, escasez de bienes o desperfectos de servicios que hacen presumir la ilicitud de las acciones que los posibilitaron.

Lo importante del entramado del que a diario se nos informa es la vinculación que se hace entre corruptores y personas cercanas a quien, en la honestidad, se construyó a sí mismo y a su proyecto político. No creo que haya existido ningún otro presidente de la República que haya empeñado su palabra y la totalidad de su quehacer público en la obligación de combatir a la corrupción y a la impunidad. Tampoco en presentarse a sí mismo como un ser completamente honesto. Alguien que con su diario vestir, habitar y vivir buscó situarse más allá de lo que la política y los políticos tenían como representación de su esencia.

Si López Obrador no es capaz de demostrarnos de manera contundente y sin trucos la honestidad propia y la de sus allegados, habrá de enfrentar dos consecuencias. La primera y menos importante, la confirmación de que su biografía no tuvo más finalidad que la de ocupar el poder para su personal satisfacción. La segunda, más grave, la de haber contribuido al desencanto de la política en quienes supusieron que, finalmente, había un hombre que podía reivindicarla en beneficio de todos. Este segundo daño sería muy considerable. Por el bien de los que creemos en la Política, necesitamos la explicación honesta de quien, durante años, se ha referido a sí mismo y nos ha dicho que lo es.

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