A fuerza de escucharla, la palabra “conservador” fue perdiendo significado. De los preocupantes usos presidenciales originarios, pasamos a su vulgarización y a la inversión de su sentido. Al aludir a los “conservadores”, López Obrador aglutinó a quienes estaban en su contra. De un solo golpe comprendió a sus opositores. La conveniencia inicial acabó por perderse. “Conservador” fue no sólo un real opositor, sino todos los que no compartían sus ideas o fueron considerados adversarios.

Prácticamente a diario y sin referente alguno de significación, un número creciente de personas fueron designadas así por una amplia gama de motivos. Dio lo mismo si eran mujeres protestando por sus derechos, juzgadores dictando resoluciones, gobiernos extranjeros alertando sobre el maltrato a sus nacionales migrantes, o ecologistas denunciando daños medioambientales. Lo único relevante para ser subsumido ahí fue la manifestación de algún tipo de disidencia, sea esta real o imaginada por aquel quien los nombra.

En los días que corren, el término “conservador” tiene un sentido adicional al que López Obrador le da. Ya no sólo sirve para identificar a opositores. Se usa también para agrupar a quienes aspiran inscribirse en el llamado “proyecto de transformación”. Quienes buscan que Morena y sus partidos satélites ganen las posiciones electorales en disputa, utilizan el término “conservador” para identificarse entre sí. El cambio lingüístico es sutil y relevante. López Obrador lo ocupa para identificar a los otros, a los distintos, mientras que, a los pretendientes de la continuidad, para reconocerse a ellos mismos, y a los propios. Sigue empleándose para agrupar heterogeneidades, sólo que ahora no es exclusivo de los opositores, también es de los seguidores.

Entre los participantes del grupo de los afiliados debe haber auténticos convencidos de la seriedad y viabilidad del proyecto transformador. A su lado, también seguramente, una variedad de sujetos incorporados por razones menos loables. Por quienes se niegan a perder la pompa del poder que ocuparon, por quienes pretenden salvarse de acusaciones delictivas, o los que quieren estar con el campeón mientras lo sea. La mescolanza de perfiles logra unidad por el uso catalítico de la palabra “conservador”. El emitente sabe que le da pertenencia y, más importante, participación en el juego distributivo que sobrevendrá a la victoria que han asumido. Ser alguien en el nuevo orden político que piensan habrá de darse, pasa por el uso de la palabrita. Han asumido que a mayor utilización habrá una significativa presencia en posiciones, símbolos, contratos o supercherías del poder.

En los meses por venir asistiremos a dos procesos paralelos. La culminación del periodo presidencial de López Obrador y la elección de quienes ocuparán diversos cargos públicos. El término “conservador” —y sus derivados— se utilizarán con creciente frecuencia. Estemos atentos a los contextos de uso. Los obradoristas lo invocarán para identificar a los responsables de sus fracasos; los que buscan subirse a lo que suponen que vendrá, lo harán para mostrar pertenencia. Por una razón u otra, el reparto de la etiqueta proliferará más en este último sentido, pues de ello parecen depender las posibilidades remuneratorias. Salvo la palabra, la vieja y repetida disposición anunciada desde el Eclesiastés: nada nuevo bajo el sol.

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