Aunque López Obrador cita constantemente a Benito Juárez, lo exalta, lo aplaude y hasta lo consulta, en realidad no ha mostrado mucho respeto por lo que fue probablemente la mayor aportación de don Benito y su generación de liberales: el Estado laico.
Otros presidentes, hay que reconocerlo, tampoco lo han hecho cabalmente. Una cosa es que un gobernante tenga una creencia religiosa (a la que tiene derecho) y otra que utilice el foro gubernamental para promocionarla. AMLO frecuentemente cita las escrituras religiosas como parte de su discurso (aunque siempre lo acomoda a su conveniencia).
Desde siempre ha incorporado elementos religiosos en su narrativa. Decía, por ejemplo, “Ser de izquierda, en nuestro tiempo y circunstancia, más allá de otras consideraciones, es actuar con honestidad y tener buen corazón” al tiempo vinculaba eso con el cristianismo: “¿Qué es en esencia el cristianismo? Es el amor, la fraternidad”. “La verdad es revolucionaria (y) cristiana; la mentira es reaccionaria, es del demonio”. Y agrega “Desde el Antiguo Testamento hasta nuestros días, la justicia y fraternidad han tenido un lugar preponderante en la ética social”.
Es la ideologización política de la religión. Esa revoltura dio lugar a que AMLO bautizara a su hijo menor como Jesús Ernesto, pues, según explica él, es por Jesús Cristo y Ernesto (Che) Guevara. Dos personajes totalmente opuestos. Él no ve contradicción alguna.
AMLO es un idealista en el sentido en que considera a la naturaleza humana como bondadosa, pero que se pervierte por los contextos sociales de abuso, explotación y desigualdad. Repárense esos desperfectos sociales y surgirán hombres bondadosos, altruistas, comprensivos, empáticos y felices.
Varias ideologías han partido de tales premisas (platonismo, la teocracia, el marxismo y el anarquismo). A esa meta se refieren muchos de sus conceptos; Constitución moral, revolución de las conciencias, República Amorosa, Humanismo Mexicano.
El problema es cuando no se tiene clara la frontera entre religión y política, ámbitos que responden a reglas muy distintas, según insisten varios pensadores laicos como el propio Maquiavelo, pero también los grandes líderes religiosos (“a Dios lo que es de Dios…”). Y en todo caso, los maestros religiosos que el propio López Obrador cita, conocían de la dificultad de alcanzar masivamente el propósito de la santidad, la consecuente trascendencia del ego (y por ende, del individualismo que denuncia AMLO), así como de la armonización personal con la existencia misma. Es un camino individual, decían.
Pero al evaluar los resultados de las propuestas morales de AMLO, vemos más bien lo contrario: polarización, división, confrontación, intolerancia, odio mutuo. Es que, por un lado, sus métodos morales y catequizadores (incluyendo el de “abrazos, no balazos) no se corresponden con la naturaleza humana realmente existente (como lo han dicho pensadores del realismo político en la historia, como Maquiavelo, Hobbes, Locke y los constitucionalistas de EU, entre muchos otros).
Y también porque en los hechos AMLO hace lo contrario de lo que predica; lo que ha mostrado son descalificaciones, insultos, calumnias, invectivas, falta de empatía, desprecio por todos los que disienten de él o no están conformes con sus decisiones. Era algo que se podía prever, desde antes, pero no todos lo percibieron (y muchos no lo han hecho ni lo harán).
Poco antes de la elección de 2018, escribí en un libro sobre lo que creía sería el gobierno de AMLO: “Es de temer que quien genuinamente crea en esta oferta idílica de López Obrador, se llevará una nueva y gran desilusión (y ojalá que en eso quedara, y no en los costos que otras utopías han generado a lo largo de la historia humana)…. ¿República amorosa o República de polarización y odio? Lamentablemente, es más probable lo segundo que lo primero” (2018, ¿AMLO presidente?, 2017).