Hay todavía en Renania quien refiere que en una ermita cerca de Bingen puede oírse en los días de Navidad y de la Epifanía una música atávica. No procede de ningún instrumento ni de ningún músico ni de ningún cantante y sólo el oído atento puede identificarla en el silencio encerrado.

Todavía hay asimismo algunos que persisten en sostener que fue un discípulo de San Francisco de Asís quien descubrió esa manifestación sonora. Según esas versiones, mientras oraba en esa ermita, creyó advertir un sonido peculiar, pero no permitió que lo distrajera de su práctica devocional. Sin embargo, no dejaba de oír ese sonido cada vez menos esporádicamente y que se hacía cada vez más nítido. Temió que se tratara de un engaño del Enemigo para perturbarlo en su oración y se refugió en la fe, el rezo, las palabras simples que pueden revelarse divinas. Pero la música que no dejaba de circular en la ermita se volvía ineludible hasta imponerse sobre la oración.

No sin desasosiego tuvo que resignarse a sucumbir a esa conjunción de sonidos que retornaban eternamente. Temió perderse en tritonos diabólicos y atonías abominables. Intentó resistirse, pero la música terminó por seducir a su razón para dominar su espíritu.

La reiteración amenazante de esas conjunciones sonoras convertidas en viento constante le permitió comprender; que le fuera dado comprender que en alguna de ellas se cifraba una estrella: la estrella que, está escrito en el Evangelio según San Mateo, 2.9-12, los magos “habían visto en Oriente los precedía hasta que llegó y se paró arriba de donde estaba el niño. Al ver los magos la estrella sintieron grandísima alegría y entrando en la casa vieron ahí al hijo con María, su madre, y postrándose lo adoraron”.

La conjunción de sonidos que cifraban la estrella lo condujo a reconocer la que reproducía al gallo que, sostienen algunos, fue el primer ser vivo que anunció el nacimiento de Jesucristo en Belén y le otorga nombre a la misa que se celebra la medianoche del 24 al 25 de diciembre.

El canto del gallo lo llevó a advertir la representación sonora del buey y del asno; y la del buey y del asno, la de las ovejas; y la de las ovejas, la de los pastores...

Le era dado asistir a una representación sonora del Nacimiento como la que había en un sarcófago del año 343, como las que se prodigaban en escultura y pintura, como la que creó San Francisco de Asís en una cueva de Greccio al celebrar la eucaristía la medianoche de Navidad del año 1223 con un buey y un asno vivos junto al pesebre.

Una noche, cuando le hablé a Francisco Hernández de esta historia en los portales del Hotel Imperial de la Plaza de Armas del Puerto de Veracruz, de la cual se retiraban las parejas que habían bailado danzón, con su ironía peculiar me comentó que sabía de ella porque un amigo de Robert Schumann se había propuesto transcribir esos sonidos en papel pautado, pero en la ermita sólo pudo advertir el silencioso viento encerrado. Sin embargo, de regreso en Leipzig empezaron a asaltarlo sonidos que sólo él oía, que en el transcruso de los días se volvieron cada vez más recurrentes hasta dominarlo absolutamente. No pudo transcribirlos en notas, pero quizá no se trataba de las mismas conjunciones musicales que había descubierto el discípulo de San Francisco.

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