Existen distintas formas de concebir al Estado, y una de las divisiones teóricas más simples tiene que ver con su nivel de intervención en la vida económica de un país.

En un extremo están aquellos que piensan que la economía responde a normas naturales y, por lo tanto, las reglas del mercado deben ser autónomas y no ceñirse a la voluntad coyuntural del gobierno; por tanto, las decisiones deben surgir de otros grupos distintos al soberano con menor sujeción a vaivenes políticos y electorales (p. ej. organismos autónomos, autorregulación de la industria, estándares técnicos e incluso tratados internacionales).

En el otro extremo tenemos al Estado intervencionista, que considera que el mercado tiene tal cantidad de fallas que el Estado mismo debe incluso proveer directamente los bienes y servicios (p. ej. fortalecimiento de empresas públicas, nacionalización, establecimiento de reglas asimétricas protectoras de la inversión estatal).

Ambos extremos conciben también la democracia de forma distinta. Entre ambos polos se encuentra una gran escala de grises, además de agentes moduladores que cambian de país a país y de tiempo en tiempo, como la corrupción, el populismo y la demagogia. Cuando AMLO llegó al poder en 2018, nuestro andamiaje jurídico ya estaba diseñado más hacia el lado neoliberal. En el gobierno de Peña Nieto, sabiendo que sería probable el triunfo de López Obrador, se llevó a cabo cierto “blindaje” del sistema económico-político y se transformó la Constitución para garantizar que el régimen económico medular de México no se modificara fácilmente (nuevos organismos autónomos y semiautónomos; desregulación, cierta apertura de la industria eléctrica, etc.) a menos que se alcanzara en las urnas la mayoría calificada para reformar la Constitución.

Al nuevo esquema constitucional de Peña siguió el consecuente ajuste a nivel legal y administrativo que tatuó jurídicamente el régimen económico bajo el supuesto de que, aun si la izquierda obtenía la mayoría necesaria para modificar las leyes, dichas reformas serían anticonstitucionales. Pero no contaban con el profundo desprecio de López Obrador y Morena por el Estado de derecho, quienes han reformado las leyes secundarias, violando la Constitución, mientras que la Corte va detrás corrigiéndole la plana.

Ahora bien, ¿cómo entender que a pocos meses del fin de su mandato y ante una evidente ausencia de quorum para lograr estas reformas, aún así las presente? Estas iniciativas —summum de su ideología y de su odio contra quienes no acatan sus deseos— tienen, al menos, tres objetivos:

1. Delegar la responsabilidad de su fracaso: “si todo esto se hubiera modificado, mi gobierno hubiera logrado lo que prometí y no cumplí… No fue mi culpa, es culpa de la oposición que no me dejó gobernar”, lo que es claramente una falacia.

2. Constituirán parte esencial de la plataforma electoral de Morena y su candidata.

3. Acaparar la agenda mediática a fin de concentrar la atención en sus iniciativas que insistirán en desacreditar a algunos actores que detesta, como los ministros de la Corte, a quienes incluso propone destituir.

En todo esto; sin embargo, podríamos pensar que existe una gran paradoja: si AMLO defiende tanto la democracia y considera sabio al pueblo, ¿por qué no acata su voluntad? Si con su voto no le dieron la mayoría para reformar la Constitución, ¿por qué intentar hacerlo a toda costa? El tema es que no se trata de la paradoja de un demócrata, sino la de un dictador frustrado y berrinchudo que no soltará fácilmente el poder.

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