Inicio sin hacer una apología de la libertad de expresión; me interesa definir primero el contexto: la última semana fue convulsa en materia de comunicación política [que no de relaciones públicas ni de mercadotecnia en el rubro] respecto a la imagen del presidente. Las críticas que se llevó el ejecutivo federal por no aplicar un silencio estratégico se dieron por dos vías: primero, por hacer pública la información de una reportera del New York Times y, luego, por declarar que no existe ley por encima de la autoridad “moral” del presidente. El argumento de defensa del ejecutivo, que generó tanta controversia, se da bajo el contexto de defensa de él mismo al ser llamado “narcopresidente” en redes sociales de todo el orbe debido a la supuesta investigación de la DEA en su contra. Quienes saben del tema, comentan que más bien es la CIA la que está detrás de la operación.

En su momento, Theodore Roosevelt comentó que: “anunciar que no debe haber críticas al Presidente o que debemos apoyar al Presidente, esté bien o mal, no sólo es antipatriótico y servil, sino que es moralmente traicionero para el público (…)”. Se trata de un tema de reflexión profunda y que debe atenderse, pues no debería haber limitantes en cuanto a las críticas hacia las funciones del ejecutivo, que de manera tácita algunos advierten intocable, pero, de ser así, callar es inclusive antidemocrático. Por lo pronto no es de mi interés atacar a la figura del ejecutivo pues, por desgracia, su exceso discursivo y su exacerbada exposición frente a las cámaras han mermado su imagen y sus declaraciones fungen como material en contra de la investidura.

Cuando menciono que no parto desde una defensa de la libertad de expresión, me refiero a que los linderos entre la libertad absoluta del pensamiento y lo dicho han perdido en gran parte un cinturón de ética necesario, por lo menos en el periodismo. Por ejemplo, yo soy incapaz de autonombrarme periodista a pesar de haber trabajado 20 años como reportero y editor, tanto en periódicos como revistas impresas y ahora digitales. Entiendo que los periodistas de verdad son una especie en extinción que disfruta de buscar la nota en los lugares más recónditos del país y del alma. Reprocho y reniego de aquellos que, haciéndose llamar periodistas, hacen uso indebido de medios e influencias para traer escoltas con cargo al erario, como ocurre en Baja California con Víctor Lagunas [que es más una figura de extorsión de gobiernos que un periodista en forma]. Vaya usted a saber por qué el estado y los ayuntamientos actuales se vinculan con este tipo de personajes, que más parecen narcotraficantes que periodistas y que gozan de protección oficial.

Las redes sociales, las plataformas electrónicas y el fácil acceso a las masas digitales han generado todo tipo de personajes que, al tener una página en Facebook o sitios web apenas funcionales, se erigen como periodistas [entre sí y auspiciados por el gobierno]; no obstante, esta especie es de esas que no solo dañan la credibilidad de un gremio menospreciado, sino que lo desplaza. El ejercicio de expresión matutina del presidente ha potenciado a figuras ajenas al periodismo que han conquistado espacios que diluyen la crítica ética hacia el ejecutivo. Así, cuando se escucha entre esa masa una voz que lo cuestiona, éste no solo la rechaza, sino que esa jauría de voces corderiles arremete contra cualquier periodista contrapuesto a su gremio mañanero.

La libertad de expresión engloba una ética que lleva consigo responsabilidades, así: el presidente debe ser cuestionado por su derecho a decir sus verdades, de la misma manera en que todo periodista en forma puede cuestionar al ejecutivo en sus contradicciones u ataques. Pienso que no todos debemos ejercer nuestra expresión bajo el argumento de que gozamos de una libertad para hacerlo. Pero, parafraseando a Theodore Roosevelt, si abres la boca, atente a las consecuencias. ¿Para qué tantas mañaneras?

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