Por años así fueron llamados por el gremio de conductores de trolebuses, aunque otros los apodaban también los "chalanes de la alcancía", todos ellos responsables de recoger al final de cada jornada las cajas metálicas a donde iban a caer las monedas de cientos de viajeros de este transporte público.

No era que fueran muy responsables o que tuvieran fama de honrados, pero por lo general eran gente de confianza de los líderes del sindicato, además claro, de contar con buenas referencias por aquello de las "misteriosas desapariciones".

Durante varios años, el puesto de inspector de morralla, fue uno de los más peleados por quienes ingresaban al medio de transportistas. Aunque no era bien pagado, el trabajo tenía la ventaja de no exigir mucho esfuerzo. Tan sólo había que esperar en la terminal, en el turno de la tarde o de la noche a que llegaran los trolebuses y comenzar a bajar las alcancías para depositarlas en un carrito. Obviamente durante la espera, que podía prolongarse por varias horas, se podía disfrutar de una torta y un refresco, también hacerle la plática a la chamacona del puesto de quesadillas, o bien entretenerse con los otros "trabajadores" miembros del sindicato, con un ameno juego de rayuelita. Por lo general, estos encargados se convertían en los personajes más populares de las terminales y por ello la chamba requería de buen sentido del humor y talento para la algarabía y el albur.

-¡¿Qué pasó Rómulo, ya vienes por la raya del día?!

-Simón don Ramón, o`ra sí espero no encontrarme rondanas o corcholatas a la hora de las cuentas.

-¡Qué pasó! Mis rutas son de gente elegante, no como las de Martínez que circula por puros terregales.

Y así se la pasaban cada día, invirtiendo su ingenio en divertir y hacer la plática a los choferes. Y aunque tenían tiempo de sobra para comer, beber y disfrutar de algún refrigerio, casi nunca despreciaban una invitación de los conductores para comerse unos tacos o una ronda de cervezas al final del día.

No obstante, la labor de los morralleros consistía también en sacar las cuentas junto con el jefe de la terminal. Décadas antes de que los sistemas de transporte público tomaran mayores medidas de seguridad, a ellos se les permitía hasta portar las llaves de las cajas metálicas y abrirlas para comenzar a juntar montoncitos de centavos en la caseta.

Obviamente, aquella responsabilidad se prestaba a muchas tentaciones y más de uno caminó siempre bajo un cielo de sospechas. Por más buenas gentes que fueran o que juraran a los compañeros que sus mamacitas les habían inculcado la honradez, el hecho de imaginar a un chango con los mismos defectos y virtudes que uno, contando cientos de monedas, sin más testigo que su compadre de confianza, era algo que daba que pensar.

-Quihubas Filomeno, ¿conque estrenando cacles y pantalón?

-Pues sí. ¿De cuándo acá tan fijado Ramiro?

-Desde que el jefazo te invitó a hacer cuentas... no me vas a decir que de cuando en cuando no resbalas la mano hacia tu bolsillo.

Y aunque la mayoría sólo cumplía con el trabajo, la fama de corrupción nunca dejaba de sobrevolar sus cabezas. De hecho, hasta los convertía en el blanco fácil de los sablazos del gremio, debido a la creencia de que siempre contaban con efectivo.

Durante varios años se mantuvo la misma rutina, hasta que algún funcionario puso en funcionamiento su única neurona y creyó conveniente que el dinero se depositara dentro de las mismas cajas en alguna institución bancaria... Nombre, si para ingenuos, nomás echar una mirada a la historia.

Twitter: @homerobazan40

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