¿La filosofía ayuda a la mosca a salir de la botella? Sí, como también lo hace el arte y la capacidad de ampliar el lenguaje, los horizontes éticos o el solo hecho de resistirse a prohibir ciegamente. Los ciegos o fundamentalistas imponen reglas y desde ellas miran el mundo, lo recorren y además ordenan dentro de un anaquel a quienes no logran comprender o son distintos a ellos: estos ciegos transforman al resto de humanos en árboles o en objetos y parte de una naturaleza artificial. Por ello no está de más abandonar de alguna vez el estanque, aunque por supuesto tal acción puede ser peligrosa. Las reglas más crueles o déspotas son las que llamamos “no escritas” porque no asoman el rostro, sonríen mudas, contraídas y conscientes de un poder por el cual no tienen que responder. Estas reglas no escritas son también corsés que te impiden caer en el ridículo como supuestamente lo hacen quienes no se encuentran al tanto de su existencia o no se han dejado seducir por el simulacro social, o porque simplemente tales reglas ni siquiera se encuentran en su imaginación. Se trata de normas rígidas y muchas veces infranqueables. Hacer un comentario incorrecto; no vestirse como los demás ni respetar la vestimenta “apropiada” para determinadas ocasiones y ceremonias; no formar parte de una congregación de colegas y preferir el apartamiento o la soledad del oficio; hablar de lo que uno no sabe ante personas doctas; renunciar a procrear una familia y así desatarse de las relaciones comunales asentadas sobre dicha institución; expresarse abiertamente acerca de lo que a cada uno le dé la gana. Cualquiera de estas minucias puede arruinarte la vida social, añadirte un mote, ganarte el desprecio o la opinión congelada y prejuiciosa acerca de tu persona. Me estoy sólo refiriendo a las leyes mudas, hipócritas o no escritas que, no obstante, van moldeando tu mundo social. Las otras, las escritas están allí para cumplirse y ser siempre refutadas.

A mí, si me lo permiten me interesa más leer y escuchar que hablar; si lo hago a menudo, hablar, es llevado por penosas e inevitables circunstancias. Y también me apasiona discutir sobre lo que no “sé” para que me hagan a un lado y me dicten cátedra, y así aprender algo más hasta donde sea posible. El sufrido escritor inglés William Hazlitt (1778-1830) escribió en su ensayo La ignorancia de los eruditos: “El escritor erudito difiere del estudiante erudito en que uno transcribe lo que el otro lee. Los eruditos son simples esclavos literarios. Si se les pide una composición original, miran alrededor, no saben donde están.” La erudición es una utopía ya que carece de medida o lugar, de extensión o cuerpo reconocible: es una deformidad. De pronto me he sorprendido corrigiendo a otros por su ausencia de conocimiento en un tema y de inmediato me arrepiento; yo qué carajos voy a saber. Y entonces invoco a la imaginación, al desparpajo y la dispersión para construir casas o edificios como Gaudí sin ser Gaudí. En ocasiones trato de fingir que conozco algo acerca de un tema para de esa manera ser admitido en alguna conversación interesante que verse sobre tenedores, bolillos, plantas o fantasmas. Fingir en sí no representa ninguna mala acción ya que se trata de una verdad relativa; hay quien finge un orgasmo y así le da felicidad al otro —observé hace casi tres semanas en una conversación en san Cristóbal de las Casas con Alejandro Aldana en el MUSAC—; y de modo similar yo finjo interés, o a veces erudición o saber. En realidad, no tengo las cosas muy claras por más que lea y lea desordenadamente. ¿Para qué el orden en las lecturas de un escritor? Es como si quisiéramos acomodar cada gota de lluvia durante la tempestad. Afirmo esto desde la ficción literaria que te permite una libertad inaudita a cambio de exhibir tus modos, traumas o supuestas y cadavéricas ideas. He pensado que me alegra ser escritor, pues no llevo esta tarea como una carga de elotes, responsabilidad o deseo de celebridad. Sólo escribo y escribo dado que yo mismo soy el método, no la respuesta, como me gusta decir: así camino. A pesar de que el tiempo se me acaba me alegra no hacer conexiones sociales, o genuflexiones interesadas. Si yo les contara lo que sé y lo que he visto en estos ámbitos del reconocimiento literario no me darían crédito; pero son temas o chismes que no me incumben, aunque a veces finja poner atención en ellos. Tal parece que la carencia de colegas me está pasando un precio bastante alto que pagar. Qué me importa; desde hace cuarenta años lo pago todo en mensualidades.

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