Durante el reinado del cólera en Nueva York, escribe Edgar Allan Poe —en su relato La esfinge — que los decesos de los amigos eran tan frecuentes que cualquier noticia acerca de una amistad la tomaba de antemano como el anuncio de su fallecimiento (la traducción es de Raquel Castro, para Los libros de Caronte). El pavor del personaje es tal que llega a confundir a un insecto con un monstruo, sólo porque lo tiene a milímetro y medio de sus ojos. No requiero extenderme en el tema de la perspectiva y el dolor, ya que la pandemia ha dotado a todos de una experiencia semejante; la cercanía extrema es capaz de desatar un terror profundo; para fundar tal aserción sólo habría que preguntar a los enamorados: el objeto del amor pasa de suscitar el deseo de apropiarse del enamorado, a su conversión en un monstruo que debe ser eliminado o desterrado. El amor nunca ha despertado mi interés y se encuentra entre los sentimientos más odiosos de las leyes de la atracción. Principalmente, porque se trata de una atracción que se finge, una creación del lenguaje ; un bello fraude. Quien revela su enamoramiento grita a los cuatro vientos su ingenuidad, su mal pasajero: su urticaria.

Un amigo apreciable —los hay—, Ernesto Velázquez , me obsequió hace un par de años un libro al que acudo constantemente: Los contemporáneos en El Universal (FCE; 2016). Aquí se hallan publicadas las colaboraciones que Jorge Cuesta, Salvador Novo, Torres Bodet y Xavier Villaurrutia escribieron al amparo de estas mismas páginas. En el prólogo, culto y convincente, escrito por Vicente Quirarte, este afirma de muy buena gana: “El escritor es el hombre más secreto de los hombres públicos”. De inmediato asentí. Tiene que ser de esta manera, pues el escritor, en buena medida, se expresa para ocultarse, no tanto de los ojos del otro, sino del lenguaje inquisidor, de su espejo y de sus propias ideas: al expresarlas ejerce también su crítica. Al entrar en ellas él mismo se transforma y le da vida a la mentira real, a aquella que se dispone como sustrato de lo que somos y de lo que podemos decir. En el libro aludido, Jorge Cuesta escribe un artículo que titula “Marx no era inteligente”, y a contracorriente afirma que ese pensamiento marxista que se ostenta como histórico, impositivo y lógico tendría, más bien, que explicarse por la sicología.

Cuesta escribe: “Cuando Marx dice: ‘trabajadores del mundo, uníos’, lo que rigurosamente expresa es: ‘trabajadores del mundo, uníos a Marx.” Y aunque la filosofía de Carlos Marx, no es lo mismo que el marxismo o los marxismos que se han pregonado en el mundo, Cuesta, el más crítico del grupo Ulises o Contemporáneos, escribió algo semejante y defendió su opinión en un periódico, el que ahora ustedes leen. En “Monólogo para una noche de insomnio”, Xavier Villaurrutia hace una alabanza al arte y lo ensalza como una alternativa a la pobreza de la vida, a la fealdad de lo cotidiano y a los ruidos horribles de la existencia mecánica. Es un artículo desolador y belicoso, también, contra los espectadores de arte que de pronto y cínicamente pasan de ser espectadores a ser actores que desean ser vistos y admirados. “Esta tarde no ha sido más que un beso en la sombra”, comienza así su poema Torres Bodet, en el Universal Ilustrado (octubre de 1918). Así son, por cierto, mis tardes, permítanme entrometerme, y también algunos días o meses. Y muchas veces sin besos. Salvador Novo, en su “Ensayo sobre la leche” en este mismo libro, además de estar, su artículo, sitiado por varias y atinadas citas lácteas llega a escribir algo que, en lo personal, me concierne de manera absoluta: “No encuentro —escribe Novo— pero debe haberla, una relación entre las piedras y la leche. Los gastrónomos de Roma la hacían hervir con ellas…”. Me ha conmovido, especialmente, este artículo ya que mi próximo libro de ensayos intenta dilucidar por qué las piedras y la leche mantienen una íntima relación. Quien lo dude no ha vivido.

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