A mis pies, encontré un llavero. Alcancé a pisarlo y —entre el pasto crecido— lo descubrí. Tenía tres llaves plateadas. Supuse que serían de una casa; quizá la de la puerta de la calle, la de la principal que daba al interior y, la otra, más pequeña, parecía de un cajón.

Tanto que hay dentro de un hogar como para ponerlo en riesgo con semejante descuido. Yo, confieso, he perdido un par de juegos.

Cuántas cosas vamos dejando en el camino, muchas veces sin darnos cuenta, aunque tal vez por alguna de esas razones que no se alcanzan a percibir en el acto y que sólo el tiempo después devela. Si toda acción, voluntaria o inadvertida, fuera un reflejo del subconsciente, ¿qué significaría perder las llaves de casa?

En ese pequeño bosque citadino, donde suelo correr, me he encontrado varias cosas en el suelo, en los silenciosos senderos arbolados y en el circuito principal por donde la mayoría anda. He visto incluso cómo a corredores se les caen objetos en el preciso instante: kleenex, cubrebocas, monedas, escupitajos, miradas lascivas y de las que apuntan al cielo para dar gracias cuando detienen su reloj.

Una vez, y no es invento, iba corriendo por las calles de Ciudad Universitaria y le pedí una señal, no sé si al universo o al más allá. Me traía angustiado un tema de dinero y, en eso, a escasos metros delante mío, a un señor en bicicleta se le cayó su cartera sin percatarse. Le grité, pero no me escuchó. Cayó abierta sobre el asfalto y una estampita de San Francisco de Asís alcanzó a asomarse junto con algunos billetes de Sor Juana y de Diego Rivera. Más allá del dinero, necesitaba la convicción, así que le chiflé con la punta del dedo índice y el pulgar bajo mi lengua, y se regresó.

A veces, mientras corro, me gusta dejar un rastro de afirmaciones a mi paso. Con los años, me inventé una especie de oración, más parecida tal vez a un mantra, y la repito cada que necesito recolectar esas ilusiones, certezas y los muy personales hitos que —con el transcurso de la vida— se escapan del alma y de los bolsillos.

Tantas sensaciones extraviadas que, como no se ven a simple vista —a diferencia de unas llaves—, nadie las puede devolver al encargado de las cosas perdidas, en un esperanzador intento de que regresen a su legítimo dueño.

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