Recuerdo cuando de niño me tocaba partido de futbol el sábado temprano. La noche previa me costaba dormir. Con los ojos cerrados imaginaba mis goles, los dribles, la victoria en el último minuto, los abrazos. Pero a veces el entrenador me dejaba en la banca y yo debía esperar con unas ansias agónicas.

Mi hijo se emociona igual, aunque él sí juega siempre. A los dos años de edad lanzaba el balón al aire y despegaba. La directora del kínder lo notó y nos comentó que poquísimos niños pueden. A los siete hace “sombreritos”, autopases y mete tiros libres desde lejos. El fin de semana se disponía a cobrar uno en los últimos instantes del juego y yo no aguantaba las ganas de decirle que disparara alto, donde el portero contrario no alcanzara.

Sin embargo, me aguanté. A mí me chocaban las instrucciones si no venían de mi entrenador. Mi papá ni siquiera se metía tanto, pero había uno que no paraba: “¡Koloffon, baja!”, “¡Koloffon, no pierdas la marca!”, “¡que no bote, Koloffon!”. Lo odiaba y por eso ahora trato de contenerme.

Al principio, me senté con mis hijas en la pequeña grada junto a las demás familias del equipo. Mirábamos atentos nuestras ofensivas, celebramos el primer gol y nos mecíamos los cabellos al contraataque de los locales. Al lado mío, una niña colgada del cuello de su padre no paraba de preguntarle a qué hora entraría a jugar su hermano. “Al rato lo meten”, trataba de explicarle, seguramente igual de impaciente. “Al rato entra, vas a ver”, y se veía cómo él lo deseaba.

En el medio tiempo, me escabullí para ver la segunda parte al otro lado del campo, donde no había gradas ni nadie, sólo la malla que impide que las pelotas se vuelen. Disfruto concentrarme a solas en el ir y venir del balón mientras voy y vengo, como un Guardiola silencioso. Miré al cielo cuando nos empataron, celebré con prudencia nuestro segundo tanto y me apreté los labios en la nueva igualada.

Faltaban pocos minutos. Entonces marcaron el tiro libre. Quise decirle a mi hijo que le diera con todas sus fuerzas arriba. Me contuve. Chutó duro, abajo. El balón comenzó a dar botes peligrosos y, entretanto, el hermano de la pequeñita que pendía aún de su padre —y que acababa de entrar a la cancha— intentaba acomodarse como le decía el entrenador, pero entre tantas indicaciones de los papás de uno y otro bando, no le quedaba claro dónde y, mejor, volteó a ver a su papá. De pronto sintió en la rodilla el golpe del esférico, que cambió de dirección y se fue a lo más hondo de la portería y, probablemente, de sus recuerdos. “¡Gol!”, gritamos. “¡Gol!”.

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