Si uno leyó las noticias de tecnología este fin de semana, con gran probabilidad se habrá preocupado de que, estilo la Skynet de Terminator , la inteligencia artificial desarrollada por los científicos de Silicon Valley ya tiene conciencia de sí misma y está a nada de apropiarse, estilo las máquinas de Matrix, de nosotros.

(Confieso haber sido parte de ese grupo.)

Sin embargo, con cabeza más fría, y mayor contexto, la historia no resultó ser como se pintaba. Efectivamente, un empleado de una compañía digital, hoy ya separado de su cargo, alertó a sus superiores jerárquicos por algo que le perturbaba: el sistema de lenguaje con el cual tenía que dialogar –pruebas rutinarias para afinar el programa y detectar su evolución–, ya se declaraba consciente. Es decir, el programa entendía su existencia.

El reporte fue desestimado, y después resultó que con razón. Lo que describía el entonces empleado era, en el mejor de los casos, una exageración. En el peor, una fabricación –con bastante edición de por medio– que distorsionaba la realidad. La nota original fue contextualizada y desmentida, pero como ya es costumbre, lo falso viajó más rápido que lo verdadero.

Lejos de ser la primera vez que sucede. De hecho, en particular en el terreno de la ciencia, la salud, y la tecnología , es bastante común: temas complicados, que requieren de estudio y sobre todo de matices, se convierten en bombas de información que recorren la red a velocidad increíble.

¿Cuántas veces no hemos leído del estudio milagroso donde expertos curaron enfermedades o virus? ¿Cuántas veces hemos visto que, ahora sí, ya se curó el VIH? ¿Por qué esos doctores, fisiólogos, químicos, no se hicieron de inmediato con el Premio Nobel dada su contribución a la humanidad?

Por una razón sencilla. Porque sus experimentos, si bien avanzan nuestro entendimiento del mundo y nos acercan a un futuro mejor, no son hechizos o llaves mágicas. Son ladrillos en una construcción mucho más compleja. Cimientos, incluso.

Un ejemplo: hace unas semanas las redes y los sitios de noticias se llenaron con un descubrimiento maravilloso. “Científicos”, porque así siempre empiezan las notas, habían dado con la causa de una de las enfermedades más terribles del mundo: el síndrome de muerte súbita infantil . Nunca más las madres y padres tendrían que llenarse de angustia en las noches. La causa estaba identificada.

No fue así. El grupo de especialistas había encontrado, en un estudio pequeño y preliminar, resultados que podrían apuntar a la causa del síndrome.

No sólo eso, las mediciones subsecuentes de los resultados no eran concluyentes y el estudio no podía extrapolarse, ya no digamos exagerarse como se hizo.

Será que quizás estamos ávidos de noticias positivas, o será que en lugar de querer entender lo complejo nos quedamos en lo superficial. Pero la hipérbole, tan de moda en la política de hoy, es norma.

Cuánto bien nos haría algo que se propone desde la Grecia antigua: reflexionar antes de suponer cualquier cosa, y peor, comunicarla como verdad absoluta. Unos minutos más, un poco más de investigación, y así desinformaremos menos.

Las opiniones vertidas en este texto son responsabilidad de su autor y no necesariamente representan el punto de vista de su empleador.

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