Desde que las prácticas neoliberales se instalaron en los gobiernos de Estados Unidos de América y Gran Bretaña por el año 1980, desarmando de manera apresurada el llamado Estado Benefactor erigido en los países occidentales al término de la Segunda Guerra Mundial, tres años después, con la llegada al poder de un grupo de tecnócratas formados en universidades norteamericanas, le tocó a México ser incubador de esta ideología política y económica que supuestamente daba plena libertad a la iniciativa privada y al mercado en beneficio de la sociedad.

Treinta y seis años después, la realidad del modelo mostraba evidencias escandalosas: la acumulación de la riqueza en muy pocas manos; el aumento desmedido de la pobreza; la precarización del trabajo, un aumento sin freno del desempleo y el incremento de la violencia social, entre muchas otras consecuencias.

La decadencia del sistema neoliberal, o “liberalismo social” como al inicio se lo llamó, destapó la abismal disminución de los indicadores de bienestar y de forma más que evidente, la construcción de una vastísima red de corrupción entre políticos, traficantes de influencias, funcionarios públicos y legisladores en contubernio con particulares.

Para las elecciones de 2018, la gran mayoría intuíamos que era ya impostergable un cambio de fondo que detuviera los retrocesos que parecían llevar al país a la ingobernabilidad; y el único que podía llevar a cabo tal empresa era el que siempre había expresado que la corrupción era el mal de males de México, ese quien a la postre resultó ser nuestro presidente.

A partir de entonces, la erradicación de las prácticas corruptas en la administración pública se erigió en política de Estado y para quienes participamos en el gobierno, ineludible compromiso político y personal.

Hoy, que rememoramos el 86 aniversario de la expropiación petrolera, reconocemos el histórico arrojo y genio político del general Lázaro Cárdenas, el valeroso apoyo de la ciudadanía y las extraordinarias circunstancias políticas que la permitieron.

Pero, no podemos dejar de recordar también, dos fechas de aciaga memoria:

La primera, el 24 de octubre de 2008, en la que legisladores panistas y priistas aprobaron la Ley de Petróleos Mexicanos (convalidada por la SCJN), que dió lugar al otorgamiento de “contratos incentivados” a empresas nacionales y extranjeras. Ese fue el inicio de la privatización de la industria.

Y el 11 de diciembre de 2013, cuando los senadores del viejo régimen aprobaron la Reforma Energética, entregando el potencial petrolero del país a empresas nacionales y extranjeras. No obstante que la intentamos rechazar, apelando al artículo 35 de la Constitución por el que emprendimos una amplia consulta nacional que cubrió todos los requisitos y logró 3 millones de firmas, también fue rechazada por la SCJN.

Así que, ¡no lo olvidemos! La decisión estratégica de la 4ª Transformación para recuperar el control de la industria petrolera nacional, sin menoscabo de otras fuentes alternativas de energía, es de la mayor trascendencia para los tiempos actuales y del futuro mediato. Tiene como principio y fin, la seguridad nacional y el beneficio de todas, todos y de las generaciones por venir.

Exfiscal de la CDMX

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