No existe una relación directa entre grados de violencia y niveles de pobreza. México es una de las veinte economías más grandes del planeta y, a pesar de ello, tenemos a seis de las diez ciudades más peligrosas del mundo. Basados en el dato de homicidios por cada cien mil habitantes, Tijuana ocupa el primer lugar; Ciudad Juárez, segundo; Uruapan, tercero; Irapuato, cuarto; Ciudad Obregón, quinto, y Acapulco en séptimo lugar. Ninguna de estas siete ciudades se encuentra entre los sitios más pobres de nuestro país, ya no digamos del mundo.

A nivel internacional, México ocupa el lugar 16 por el tamaño de su economía y el lugar 18 por la cantidad de homicidios. Dicho de otra manera, somos el país rico más violento del mundo. ¿Se puede afirmar entonces que el origen de la violencia en México es la pobreza? Claramente no. De ser así, otras 180 naciones del mundo deberían tener índices más altos de criminalidad que nuestro país.

No es con abrazos, como ya se ha visto, ni con billetazos o dádivas, como lo demuestran estas cifras, que habremos de salir de esta espiral de violencia. Menos normal aún es el hecho de que los mexicanos vivamos en uno de los entornos más inseguros del planeta y que, quizá como mecanismo de defensa psicológico, lo vayamos asumiendo como parte de nuestra triste realidad.

Las carencias que dan origen a esta ola de delincuencia y de homicidios tiene que ver más con las graves deficiencias que muestra nuestro sistema de justicia que con factores de ingresos o de orden económico. En la medida en que delinquir o asesinar en México siga siendo visto como una actividad que queda impune, no habrá poder humano que pueda combatirlo con eficacia. Comprar una pistola y salir a ultrajar al prójimo es un negocio altamente rentable y prácticamente libre de sanciones. Sería más fácil sacarse dos veces la lotería que terminar arrestado como producto de un delito.

El gobierno actual, a pesar de contar con el derecho y supuestamente el monopolio en el uso de la fuerza, ha decidido no combatir a los criminales en los términos que ellos han fijado; es decir, a balazos. Dado el fracaso de las administraciones de Calderón y de Peña Nieto para reducir la criminalidad con el poder de fuego del Estado, el presente gobierno se ha movido al extremo contrario, evitando confrontar a las bandas del crimen organizado y a los delincuentes comunes con las mismas armas que usan ellos. Así las cosas, los ciudadanos de a pie nos encontramos en un limbo jurídico y de seguridad que no hace más que invitarnos a tener cuidado y mucha suerte al salir a las calles.

Si el gobierno actual ha optado por no poner sus capacidades coercitivas y de seguridad al servicio de la ciudadanía, está obligado a presentar una estrategia y una ruta de acción viable y convincente. Podría, al menos, aplicar mayores recursos a fortalecer el Estado de derecho, la policía de investigación y la procuración de justicia. Ni abrazos ni balazos, si se quiere, pero que al menos se arreste a quienes atentan contra la vida y el patrimonio de los demás. De otra manera, como ya se perfila, este sexenio será recordado como el gobierno perdido y más manchado en materia de seguridad.

Internacionalista

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