La poesía mexicana tiene dos fuertes pilares: uno que está a la vista y puede usted decir nombres, contar anécdotas y citar versos en “algún bar de boleros y olvidos en las rocas”, y otro que es un misterio y a usted le cuesta recordar nombres, versos y los efectos de la sal en los pájaros. En este grupo se mueve Margarito Cuéllar, poeta avecindado en Monterrey, que nació en San Luis Potosí en 1956. Es un poeta cálido, que sonríe, duerme con palabras desconocidas y ama la brevedad como a sí mismo. Por las noches conversa con fantasmas que lo escuchan atentos, igual que astrónomos en busca de Dios.

Con su libro Nadie, Salvo el Mundo, publicado por la Diputación de Huelva, en octubre de 2020 en Huelva, España, obtuvo el Premio Hispanoamericano de poesía Juan Ramón Jiménez, que es una distinción muy importante para los poetas contemporáneos. Cuéllar destaca por su poesía silenciosa, suave como un suspiro de muchacha, trabajada en ese punto místico en que la esperanza y la desesperanza se unen para engendrar gotas de rocío que dejan caer en el desierto. Justo cuando nadie mira y a donde nadie llegaría. “El llanto es la palabra”, dice el poeta, “piedra se llama y arde si la tocas”. ¿Nadie mira? Miento. Mira el poeta, pasea sus sueños por todas las definiciones de oscuro, “hasta que una mano apaga la noche”, y Margarito es testigo de cómo Dalí se roba las ventanas con todo y chicas que observan despreocupadas. Después el mundo se llena de voces familiares: su madre, que es la que más presta su retrato a este libro, la abuela con su vaivén cítrico y el padre que “llega con una bolsa de pan que florece en la mesa” y todos recordamos al genio de Jerez y el santo olor de las panaderías.

Este poemario es un homenaje al regreso al espacio mátrico, a la casa impecable en los recuerdos. “La antigua casa” que aún conserva todos los aromas. Esos aromas que inducen a comprender por qué el pasado tiende a volverse presente. “El agua de mi madre y mi padre se filtra por las rendijas del poema”, confiesa el poeta permitiendo que la lejanía entre por sus ojos, y luego reconoce que hay “piedras que cantan así las parta un rayo”. Pensar, escribir poesía es destino, es desaparecer el tiempo en un juego de manos, es aprender a elegir qué nombrar para que ciertas cifras permanezcan ocultas. Quizá por eso el poeta escucha que lo “llaman por su nombre las cenizas”, ese polvo que engañó a Quevedo, y que Cuéllar deja pasar hacia el desierto ignoto. Nadie, Salvo el Mundo está lleno de música cuyas notas se prenden del cabello, y usted sentirá ese aire de amistad que este libro de poemas le ofrece sin mayores pretensiones, simplemente porque la vida sin poesía no está completa.

El acierto del jurado del Premio de Huelva es total. Premiaron un libro que, sin duda, honra la memoria del gran poeta nacido en Moguer en 1881 y que fue reconocido con el premio Nobel de Literatura en 1956. Ambos creadores expresan en su obra un profundo amor a los seres humanos y los invitan a detenerse en las pequeñas cosas que también son dueñas del mundo. Margarito Cuéllar nos entrega una colección de 63 poemas breves donde la palabra es la reina de la concordia. Cuando lea este libro usted comprenderá, como muchos, que el mundo tiene remedio. Que hay muros que la maldad jamás podrá superar y que las cosas con hambre no pueden ser mayoría. Ya me contarán qué sintieron al ver esa “mano que apaga la noche”.

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