Todavía es posible avistar, de vez en cuando, un águila en la ciudad. Ocurre de improviso y es un espectáculo formidable. Hace 10 años, mi esposa y yo vimos una: inmóvil, majestuosa, sobre la parte alta de una luminaria del Segundo Piso. Vi un nido con aguiluchos en un árbol altísimo de Coyoacán. Hay, desde luego, águilas en el museo del Templo Mayor: una disecada, otra exhibida en sus restos mortales, de una fragilidad conmovedora, huesos y huesecillos en el despliegue de una especie de diagrama mortal del ave poderosa. Y está la estatua del Caballero Águila, no lejos de la temible escultura de Mictlantecuhtli, el dios del inframundo. Allí, en ese museo extraordinario, puede admirarse también la hermosa escultura del ave solar, labrada con detalles asombrosos en la representación del plumaje.

Me imagino que la población de águilas en el Valle de México en los siglos anteriores a 1521 era abundante. Me imagino también que los antiguos mexicanos sintieron la misma reverencia que los griegos ante la presencia gallarda del águila, uno de los dos atributos de Zeus —el otro es el rayo fulmíneo— en la mitología. Sotto voce, decimos los mexicanos de ahora, como yo en el primer renglón de este escrito, “hay águilas todavía”. Quién sabe por cuánto tiempo.

Quién sabe por cuánto tiempo tendremos entre nosotros a quienes han llevado a cabo el rescate, los estudios científicos, la puesta a punto del museo del Templo Mayor. Quién sabe cuántos maltratos más tendrán que soportar los trabajadores del Instituto Nacional de Antropología e Historia y si habrá más recortes de los apoyos, recortes que amenazan la existencia misma de la institución. Quién sabe qué tan lejos quieren llegar los políticos hipócritas que presumen los valores culturales del país al mismo tiempo que despedazan cualquier posibilidad de que esa cultura sobreviva con un mínimo de dignidad, debido al constante castigo a los presupuestos.

Uno quisiera creer que todos esos arqueólogos, antropólogos, arqueólogos, etnólogos, restauradores del INAH estarán con nosotros mucho tiempo, tanto tiempo como este país exista; uno quisiera creer y confiar en que no serán reemplazados por personas cuya fidelidad política los encumbre en posiciones desde las que decidan qué se hace con el patrimonio, empezando por el intangible de las fechas, con las que han cometido la tropelía de inventar la patraña de una conveniente “fundación lunar” de la Ciudad de México en 1321, con tal de vincular ese año con los otros aniversarios históricos, para mayor gloria del régimen actual.

En los trabajos con el pasado histórico, la objetividad y el estudio de los materiales tangibles conducen a una verdad documentada. No los criterios políticos del poderoso en turno ni la sinrazón dogmática; en esos terrenos, “el vestigio es el que manda”, como le oí decir a un sabio arqueólogo ante las ruinas escalofriantes del Huei Tzompantli.

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