La madrugada del 14 de enero de 1915, la viuda de Victoriano Huerta “sostenía la mano de su esposo mientras sus hijos, Jorge y Víctor, y algunos otros familiares, rodeaban el lecho y sus viejos oficiales formaron una guardia de honor”. Las dudas respecto a la causa del fallecimiento del expresidente se despejaron de inmediato, tras la autopsia realizada en la morgue de McBean, Simmons y Hartford, que descartó signos de envenenamiento y la atribuyó a la ictericia.

Para el velorio, las puertas de la casa se abrieron a todos los curiosos. Huerta estaba vestido con su uniforme militar. “El ataúd estaba cubierto con la bandera mexicana y sobre la misma se había colocado su espada adornada con piedras preciosas, su gorro montado que había usado en las ceremonias de Estado (…), así como las condecoraciones cuajadas de piedras preciosas que habían adornado su pecho al ser jefe de la nación mexicana”. En estas circunstancias, la prensa no cesaba de preguntar: ¿dónde sería enterrado el general?

Varios diarios aventuraron que se estaba considerando repatriar sus restos, aunque Huerta le encomendó a Emilia que esto ocurriera: “hasta que se restablezca la paz en México”. Además debían tomarse en cuenta las escasas posibilidades económicas de la familia que, incluso, llevaron a su primogénito a negociar el precio del ataúd.

Las fuentes señalan al panteón Concordia como su primera casa post mortem. Sin embargo, la familia se sentía vigilada por los rumores de que otros allegados, como su yerno Luis Fuentes, estaban empecinados en retomar las armas. Así, para evitar posibles venganzas ulteriores, evitaron todo registro en el camposanto. Con el tiempo ni los sepultureros conocían el sitio exacto donde se ubicaba el cadáver. Fue hasta 1936 que se reveló su paradero, cuando Dagoberto Huerta decidió, por fin, dar un entierro a los despojos de su padre.

El 6 de marzo, los restos se movieron de una obscura bodega al cementerio Evergreen. Emilia no acudió, ya que afirmó que no soportaría un reencuentro con Victoriano y prefirió quedarse en la Ciudad de México. Así, el hombre que movió multitudes, sólo convocó a su entierro final, además de su vástago, a Chris Aranda y al capitán W. D. Greet, funcionarios del condado de El Paso, Pedro Robles Juárez y el sacerdote J. C. M. Garde, quien ofició una sencilla ceremonia.

Al concluir, Dagoberto declaró que, a su regreso, “iniciaría negociaciones con el gobierno mexicano para que su padre fuera repatriado”. Ello nunca sucedería. El jalisciense no vería nunca más Colotlán. Aún se recordaban las sentenciosas voces de los carrancistas que habían afirmado que no volvería “ni en un millón de años”.

Con la vana esperanza de que la estancia en Evergreen fuera temporal, en la tumba sólo se colocó su nombre, lo que ayudó a los encargados en la tarea de ubicar el lecho. Hacia 1970, los mismos enterradores pusieron marcas para identificar la cripta con mayor prontitud: “Sam Gabriel hizo arreglos a la lápida y está seguro que de ahora en adelante se facilitará el hallazgo del General Huerta (…) especialmente para las personas que vienen en busca del espacio 4, en el lote 122 de la sección M”.

En 1999, las autoridades de Texas cambiaron la placa destruida y pusieron una nueva con la biografía del personaje, además de señalar que los restos pertenecen a dicho estado. Actualmente, el lugar es un atractivo para turistas, quienes aseguran que, por las noches, se escuchan caballos a todo galope y se distinguen las risotadas del general.

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