A las muchachas de los pañuelos verdes

A las Madres de los pañuelos blancos

En 2014, seis años antes de la pandemia y el crecimiento expansivo de la conectividad digitalidad que aquélla generó, Byung-Chul Han (El enjambre) señalaba: “Cojeamos tras el medio digital, que, por debajo de la decisión consciente, cambia decisivamente nuestra conducta, nuestra percepción, nuestra sensación, nuestro pensamiento, nuestra convivencia”.

Algunos números para comprender y medir la capacidad de penetración de la “infocracia”, esto es, de la alteración de “nuestro pensamiento”, “nuestra convivencia”, nuestros modos de desenvolvernos en lo cotidiano: recordemos que en el caso mexicano, en 2001, 11,8 % de los hogares tenía computadora, y 6,2% conexión a internet. Esto en el 2001. Se trata de un proceso de crecimiento paulatino de acceso a este equipamiento, más allá de coyunturas de crisis económica o de vaivenes sexenales. Ahora, en el 2019, previo al confinamiento que llevó a un encapsulamiento al mundo (con una intromisión de lo tecnológico como nunca se había vivido, hay que subrayarlo), en 2019, 44,3% de los hogares contaban con computadora, en tanto la conexión a internet era del 56,4%.

Frente a esta oleada de cambios, fenómeno mundial, en anterior colaboración sosteníamos con sorpresa el argumento de Jorge Alemán (2023) sobre la “mutación antropológica”. En lo cuantitativo se concreta en, según Alemán, los “23000 millones de dispositivos conectados a la red”, mientras que en lo cualitativo, entre otras cosas, implica el paso de “una sociedad escrita a una sociedad ciberoral” (Preciado, 2020), a una sociedad que ya venía perdiendo el ritmo de poner atención a los acontecimientos de la plaza pública (el ágora), y que en tendencia decreciente pone sobre la escena la erosión de la democracia.

Acudamos de nuevo a Han, ahora en Infocracia. La digitalización y la crisis de la democracia (2022), cuando nos alerta sobre la disminución de la alteridad, hecho evidente por la fuerza del algoritmo en la producción de lo pertinente, al disminuir “la dimensión del otro. La sociedad se está desintegrando en irreconciliables identidades sin alteridad. En lugar de discurso, tenemos una guerra de identidades. La sociedad pierde así lo que tiene en común, incluso su sentido comunitario. Ya no nos escuchamos. Escuchar es un acto político en la medida en que integra a las personas en una comunidad […] La comunicación digital como comunicación sin comunidad destruye la política basada en escuchar”.

No es una historia reciente. Recordemos sin anestesia la pregunta de Susan Eckstein sobre el vecindario norteamericano, y extendamos la analogía para nuestros países y la circunstancia actual: ¿Qué vale más, tener buenas vallas o buenos vecinos? La respuesta apuntaba predominantemente a las buenas vallas, los candados, el avance de los silencios, del no escuchar. Para reafirmar que no se trata de una historia reciente, sino de un proceso de mutación de lo comunitario, ahora atendamos lo expuesto por Robert Castel (El ascenso de las incertidumbres, 2010), pues sus argumentos aún no pintan canas, ocupan lugar: “Estamos en verdad y cada vez más en una ‘sociedad de los individuos’ […] Esta afirmación de la autosuficiencia del individuo puede llegar hasta la postura solipsista de individuos tan provistos de recursos y de bienes que, como nuevos Narcisos, se encierran en sí mismos en la cultura de su subjetividad, hasta olvidar que viven en sociedad”, o para retomar a Michel Foucault, “la soledad es la primera condición de la sumisión total”.

La burbuja de la digitalidad se convierte en sustento material invisible de estas nuevas formas de habitar el mundo, en espacios restringidos en el que se consumen nuestros tiempos a-sociales, coexistiendo, a diferencia de lo que plantea Han, procesos de aislamiento con redes tentaculares. Es una forma de reflexionar sobre el crecimiento de la mediación entre los ciudadanos y la acción política, construyendo nuevos marcos delegatorios. Se trata de una anatomía política que aparta al sujeto de la acción política directa, de la militancia y la radicalidad.

Las avalanchas de “bots”, los destacamentos de “trolls”, las nuevas formas de liderazgo carismático fugaz, pero, bajo el haz de que el show debe continuar, la rotación y reciclamiento constante de “influencers”, son parte de los “medios del buen encauzamiento” (Foucault), en aras de intencionalmente edificar un escenario de dominación socialmente construido, y dificultosamente legible para los que están (amos) empantanados. La derecha, y su influencia en billeteras corporativas (parte adherente de ésta), juegan su papel en las nuevas batallas en el desierto, pues “permiten prever comportamientos estadísticamente probables y, sobre todo, aprender de las experiencias anteriores. La información fluye, surgen nuevas formas de procesarla y, a partir de ahí, de lograr un conocimiento sumamente detallado de la población, desde los estados de ánimo hasta los consumos, pasando por los hábitos para moverse o quiénes son sus amigos. Quien accede a esa información y tiene la capacidad de procesarla posee una poderosa herramienta para influir sobre la población”, apunta Esteban Magnani. Lo que está pasando actualmente en Argentina expresa de manera descarnada parte de lo aquí apuntado. Pero no es el fin de la historia, por suerte

(Profesor UAM)

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