En 2019 y a menos de un año del inicio del sexenio, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador anunció que, para 2022, nuestro país contaría con una profunda reforma fiscal con la finalidad de alcanzar un “sistema impositivo más justo y equitativo”. Sin embargo, a la transformación fiscal se le atravesaron una pandemia, unas elecciones intermedias –los cambios fiscales suelen ser profundamente impopulares– y una alianza gubernamental con un grupo de súper ricos mexicanos y transnacionales con la finalidad de contener la inflación y apoyar la construcción de los proyectos prioritarios.

Salvo por lo hecho por el SAT, que ha logrado una recaudación histórica por la fiscalización ejercida sobre grandes contribuyentes y que, por mucho, es una de las pocas dependencias del Gobierno Federal que ha crecido en personal y capacidades, así como actúa con profesionalismo y efectividad, al igual que en el pasado se mantienen los privilegios para las élites. Causando que nuestro país ocupe el último lugar de recaudación de impuestos a la riqueza entre las grandes economías de América Latina y el Caribe, como lo denunció la organización internacional Oxfam en su reciente informe “¿Quién paga la cuenta?”.

El Estado y sus instituciones tienen la labor primordial de aplicar medidas hacia cualquier persona o grupo de personas con el fin de garantizar el interés público. Pero, cuando estas instituciones se desvían, crean excepciones de modo que, quienes ostentan el poder, lo utilizan en beneficio de sus proyectos personales y en los de sus aliados con la finalidad de aumentarlo y perpetuarlo. En un mundo en el que casi todo puede transformarse en dinero, quienes lograron acumular riquezas materiales, utilizan su fortuna, sus relaciones y sus alianzas, para detener cualquier cambio que pudiera afectarles.

Por ello, en un país como México, el cual está sumido en la polarización ideológica y política, ni quienes se dicen que enarbolan la izquierda transformadora, ni aquellos que se llaman liberales, han sido capaces de enfrentarse a estos poderes y aplicar un impuesto progresivo a la riqueza, por miedo a que los súper ricos utilicen su influencia en los procesos electorales y pierdan su parte del botín.

Citando nuevamente a Oxfam, este impuesto a la riqueza podría obtener una recaudación de 270,000 millones de pesos anuales —equivalente al presupuesto anual del Gobierno de la Ciudad de México–. Aun cuando esto pudiera traducirse en mejorar las condiciones de educación, salud, seguridad y vivienda, necesidades básicas de los más vulnerables, el presidente les ha prometido a los empresarios más ricos de México que no habrá aumento en los impuestos para las grandes corporaciones, olvidando las promesas y planes que tenía al inicio de su gobierno.

Es urgente que en nuestro país se lleven a cabo acciones en favor de la equidad tributaria. Más allá de la austeridad y el combate a la evasión –algo muy positivo en este gobierno– se debe crear una cancha más pareja en el porcentaje de la recaudación, pues mientras los deciles más bajos y los medios pueden llegar a pagar el 40% de sus ingresos en impuestos, los súper ricos y las grandes corporaciones sólo llegan a pagar tasas efectivas de ISR de entre el 1 y el 8%, además de contar con las mismas o muy similares tasas en el consumo, a pesar de lo dispar que puede ser invertir nuestros recursos en cosas básicas para mantenernos con vida, que aquellas que están orientadas al lujo.

Que contradictorio que a pesar de que en nuestro país la bandera de poner siempre “primero a los pobres” sea la más efectiva para ganar una elección y tratar de perpetuar el poder y, sin embargo, se elija defender la riqueza de los más acomodados por encima de una recaudación en favor de la tan anhelada justicia social. Nuestro país y el planeta entero lo necesita.

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