Sus palabras parecen una invitación dirigida a la humanidad de hoy: “Soy como un árbol, con las raíces en un país y las ramas abiertas al mundo”.

Eduardo Chillida nace el 10 de enero de 1924 en el País Vasco y la celebración de su centenario remueve mi memoria hacia un mediodía en el Museo Chillida-Leku en el caserío Zabalaga de Hernani en San Sebastián. Sucede que uno se pierde en ese lugar encantado, donde arte y naturaleza dialogan en armonía y murmuran palabras del autor: “Un día soñé una utopía: encontrar un espacio donde pudieran descansar mis esculturas y la gente caminara entre ellas como por un bosque”.

Y ese bosque guarda en su memoria el pensamiento del artista: “La escultura debe siempre dar la cara, estar atenta a todo lo que alrededor de ella se mueve y la hace viva”. O: “El espacio será anónimo mientras no lo limite. Antes mis obras eran protagonistas, ahora deben ser medios para hacer protagonista al espacio y que éste deje de ser anónimo”.

Fue portero de futbol profesional y estudiante de Arquitectura antes de entregarse a su verdadera vocación y convertirse en uno de los escultores más importantes del siglo XX. Murió en 2002 pero dejó obra —en hormigón, acero, granito, alabastro y hierro, grabados y dibujos— por el mundo. En México hay piezas suyas en el Museo Tamayo, en el Pedro Coronel de Zacatecas y en el IAGO de Oaxaca. Pero su espíritu se pasea en San Sebastián, donde creó, con su esposa, Pilar Belzunce, el Chillida-Leku que también resguarda su archivo con fotografías, cartas y originales de sus propios Escritos reunidos en un libro (La Fábrica, 2005) donde revela: “Me mido a diario para saber si he crecido, no para conocer mi estatura”. Y mucho más: “Yo no ilustro. Acompaño con mi cantar”.

Chillida se decía especialista en preguntas: “Desde el espacio, con su hermano el tiempo (…) me pregunto con asombro sobre lo que no sé”. En la obra no se trata de representar, dice, sino de “presentar” y hacer luz donde estaba oscuro.

Sobre las rocas de la playa en San Sebastián se levanta su pieza Peine del viento, que él presenta como “la solución a una ecuación que en lugar de números maneja elementos: el mar, el viento, los acantilados, el horizonte y la luz. Las formas de acero se mezclan con las fuerzas y los aspectos de la naturaleza dialogan con ellos; son preguntas y afirmaciones (…)”. Para su amigo Cioran esa obra es “una forma de provocar el infinito”.

El artista, que en 1977 le escribe al Rey Juan Carlos y le pide amnistía para los presos vascos, en 1996 le escribe a ETA para pedirle la liberación de un empresario secuestrado “(…) Sé que mi petición es inocente, pero yo quiero creer en el hombre”.

De sus Escritos: “Creo en Dios. Tengo fe. Dios me la dio. La razón quiso quitármela en muchas ocasiones, pero no lo consiguió. Hay espacios a los que la razón no llega. Estos espacios son solo accesibles para la percepción, la intuición y la fe, esa hermosa e inexplicable locura. Cómo es posible sin Dios el amanecer y la confianza en los ojos de los niños. Cómo es posible sin Dios el azul, el amarillo y el viento (…) el amor, la mar, la tormenta”.

Amigo de Jorge Guillén, Clara Janés, Chagall, Braque, Giacometti, Lam, Miró, Calder, Heidegger, Paz… amaba a San Juan de la Cruz y a Bach. Cuenta que un día un electricista le atinó en su taller: “Entiendo… Su obra es como la música, pero en hierro”.

Todo este año habrá exposiciones, películas, homenajes, la nueva edición de sus Escritos y la cuarta entrega del catálogo razonado de su obra.

Para el siglo XXI: “Sólo si somos capaces de habitar podremos construir”.

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