En estas fechas de paz y amor, de compartir y celebrar la unión con seres queridos, resulta poco inspirador escribir sobre inseguridad y violencia. Sin embargo decidimos aprovechar el sentimiento de empatía que se ve fortalecido en esta época para proponer una reflexión.

Cuando hablamos de violencia en nuestra sociedad con frecuencia nos referimos exclusivamente a la violencia interpersonal ya sea física, psicológica o sexual. Casi siempre pensamos a los otros como los violentos: los delincuentes, los miembros del crimen organizado, los hombres golpeadores de mujeres. Ellos. Pero pocas veces reflexionamos sobre nuestra propia capacidad de recurrir a la violencia, ya sea en actos aislados o como base para la construcción de algunas de nuestras relaciones.

La reflexión sobre nuestra relación con la violencia no es ociosa ni está aislada de la problemática más amplia que aqueja al país. Al igual que la corrupción, la violencia no es asunto de unos cuantos: es resultado de problemáticas complejas y es la expresión del deterioro de las relaciones sociales en distintos niveles.

Mucho se ha escrito sobre la relación entre la violencia y la naturaleza humana. ¿Nacemos violentos o lo aprendemos? Argumentos van y vienen en ambos sentidos. Lo cierto es que quizá nos engañaríamos si negáramos que en distintos momentos de la vida hemos actuado en forma violenta, no solamente como reacción inmediata e irracional o como mecanismo de defensa, sino incluso como estrategia para lograr algún objetivo: quitarle el juguete a un niño, o hacer sentir mal a otra persona. ¿De dónde viene esta necesidad?

Algunos estudiosos sostienen la hipótesis de que la violencia como comportamiento racional e instrumental para ejercer el poder no es innata sino aprendida en el contexto social: somos violentos porque así aprendimos a relacionarnos. Por su parte, los psicoanalistas hablan de dos tipos de impulso que coexisten en todo ser humano: la pulsión de vida y la pulsión de muerte o destrucción. Desde esta perspectiva la posibilidad de recurrir a la violencia yace en todos nosotros de forma natural. Ambos tipos de argumentos no se contraponen. Tener la posibilidad de ser violento no implica la inevitabilidad de serlo. Hay ciertas condiciones, en el individuo y en el contexto, que elevan la probabilidad de incurrir en actos violentos o de involucrarnos en relaciones violentas.

En un texto muy interesante titulado “La metafísica de la violencia” en el libro de reciente aparición la Fenomenología de la violencia (editorial Siglo XXI), el teólogo Octavio Mondragón aborda una de estas condiciones. Él describe la conducta violenta como una herramienta de dominación y control mediante la cual los seres humanos intentamos, con frecuencia inconscientemente, evadir el sentimiento de fragilidad que nos genera el saber que no controlamos el tiempo, la muerte, o la vida misma. Esta fragilidad nos provoca el deseo de tener y poder, y la violencia es un medio para sentirnos menos vulnerables. Pero si bien satisfacer este deseo nos hace sentir menos frágiles en lo inmediato, no resuelve el problema de fondo y es solamente un paliativo temporal: la vulnerabilidad es inherente a nuestro ser.

El desarrollo espiritual y emocional por cualquier vía para aceptar nuestra propia naturaleza vulnerable se convierte entonces en uno de los caminos para sobreponernos a un sufrimiento del cual la violencia es incapaz de liberarnos. Ser conscientes de que lo que nos convierte en frágiles es la falta de control sobre casi todo, nos ayuda a comprender que el ejercicio del poder no paliará este dolor ni reducirá esta angustia. Y entonces nos permite basar nuestras elecciones más en la libertad que en el miedo.

Otro elemento importante en  la reflexión es la posibilidad de redimensionar esos otros tipos de violencia que son más sutiles por ser menos visibles y que sin embargo están en la base de innumerables instituciones y relaciones en nuestra sociedad. La violencia estructural o la violencia simbólica que subyacen a las condiciones políticas y socioeconómicas no implican necesariamente el uso de la fuerza física: sin embargo tienen un impacto determinante en la forma en la que las personas y grupos nos relacionamos. Y vale la pena dimensionar, también, el papel que cada uno de nosotros desempeñamos en ellas, ya sea de forma activa o por omisión.

El concepto de violencia estructural se desarrolla desde el campo de los estudios de la paz para argumentar que la desigualdad socioeconómica, la pobreza y la marginación son en sí mismas violentas, pues implican “un daño en la satisfacción de las necesidades humanas básicas… como resultado de los procesos de estratificación social.” Esta violencia, a diferencia de otras, no es considerada ilegítima ni tampoco es destructiva para las instituciones: al contrario, está en la base de las instituciones que sustentan el actual sistema y es funcional al mismo.

Desde una postura crítica, el concepto de violencia estructural nos invita a recordar que la desigualdad y la pobreza, al igual que la violencia interpesonal, son éticamente inaceptables, no deberían estar normalizadas, y que como sociedad estamos moralmente obligados a buscar fórmulas más justas para la distribución de las oportunidades y de los recursos. Y por ende, nos invita a plantearnos nuestro papel en las instituciones que producen y reproducen esta pobreza y esta distribución inequitativa de las oportunidades y de los recursos.

Por su  parte, la violencia simbólica es un concepto que Pierre Bourdieu desarrolla para nombrar lo que sucede en las sociedades donde las relaciones de poder son asimétricas, cuando el dominador  ejerce una violencia invisible en contra del dominado la cual no es reconocida como tal porque está implícita en los roles sociales que jugamos, el lenguaje, las formas de aprendizaje, la posición social, etcétera. Así, la violencia subyace a las relaciones de poder, ha sido interiorizada y naturalizada por todos, la reforzamos en nuestras prácticas cotidianas, y somos casi incapaces de identificarla.

El racismo, el clasismo o cualquier forma de discriminación es una violencia simbólica, pues reafirma y naturaliza las jerarquías que otorgan mayor poder a personas con ciertas características que a otras. Cuando nuestras palabras o nuestros actos cotidianos y a veces inconscientes están reforzando estas jerarquías opresivas, continuamos teniendo a la violencia como base para nuestras relaciones con las demás personas. Esto, a su vez, está en la base de una sociedad en donde la violencia está normalizada.

Si cuando hablamos de violencia pensáramos también en las violencias estructurales y simbólicas que están en la base de nuestra sociedad, si cuando pensáramos en los violentos incluyéramos una reflexión de nuestra propia relación con la violencia, lograríamos un entendimiento mucho más integral de la problemática que nos preocupa. Y, sobre todo, elevaríamos nuestra capacidad de construir instituciones, políticas públicas y relaciones más justas, que nos convirtieran en una sociedad más libre y cohesionada.

Marcela Orraca
Observatorio Ciudadano de Seguridad de Malinalco
@MarceOrraca @ObsNalCiudadano

Google News

Noticias según tus intereses