Han pasado más de diez años en donde la violencia e inseguridad parecen no tener límites, los últimos meses sus niveles siguen creciendo de forma sostenida, con lo cual se han presentado índices nunca antes vistos en la historia reciente de nuestro país, octubre 2017 es nombrado como el mes más violento de México. Muchas situaciones han confluido para que tengamos este escenario, pero una de ellas es que los conocimientos aprendidos de la crisis de seguridad no siempre han sido para mejorar, creándose efectos indirectos indeseables.

A nivel nacional, la inseguridad y la violencia siguen en escalada. Si bien a inicios del sexenio peñista se había pensado que el fenómeno estaba controlado, la realidad fue que la contracción de los índices delictivos fue circunstancial.  Las autoridades no pudieron dar una explicación precisa de la baja, se pensó que enfrentar al crimen con la musculatura del Estado (más vigilancia, más policías y más militares en las calles), como continuación de una estrategia de seguridad iniciada en 2006, era suficiente. De esta forma las medidas de prevención del crimen y la violencia fueron relegados a elementos accesorios.

En ciudades como Tijuana, La Laguna, Matamoros, Ciudad Juárez, Ciudad de México, Acapulco, Cuernavaca y Villahermosa, por mencionar los casos más sobresalientes, los índices de homicidios dolosos, secuestros, robos a transeúntes, robos a casa habitación han regresado, e incluso superado al periodo que suponíamos más crítico, es decir, el 2011. Tan sólo en Tijuana, al analizar las cifras de homicidios de enero-octubre 2011 con el mismo periodo de 2017, hubo un escandaloso incremento de 264.4%, en lo que va del presente año en aquella ciudad fronteriza han muerto 1 341 personas, de acuerdo al Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad  Pública.

En este contexto, los aprendizajes para enfrentar el fenómeno delictivo han sido variados, aunque francamente algunos parecen apartados de la realidad. De lado de las autoridades, entre las repuestas más sobresalientes podemos mencionar: la creación de un nuevo de sistema penal, la conformación de nuevas instituciones para atender víctimas y enfrentar los delitos, nuevas leyes e instauración de penas más seberas para los infractores, se ha invertido mayores presupuestos para el equipamiento de policías y el aumento de nuevas tecnologías de vigilancia, etc.

Además, las más recientes propuestas de los actores políticos mexicanos parecen dar pasos más drásticos ante la imposibilidad – incapacidad-  de detener y reducir la violencia e inseguridad. En los últimos años, algunos proyectos legislativos han apostado, por ejemplo, a promover una ley que permita a los ciudadanos portar armas y generar una ley de seguridad interior que aprueba a las fuerzas armadas extender su presencia en las calles y tener mayores atribuciones.

Del lado social, los aprendizajes y las prácticas, como respuesta a la descomposición de las relaciones de convivencia, han sido muy diversos. Por ejemplo, en las ciudades mexicanas, sus habitantes han decidido poner sus propias estrategias para auto protegerse: la conformación de barrios cerrados, la contratación de servicios privados de seguridad, el reforzamiento de medidas de protección para la vivienda,  la clausura al acceso a calles, la auto organización para generar grupos vecinales de  protección y vigilancia, incluso, como medidas más radicales, se ha presentado la relocalización de la vivienda a espacios que parecen más seguros, etc.

La concurrencia de las respuestas gubernamentales y sociales, sin embargo, no han sido efectivas. Incluso, es posible afirmar que se han generado efectos indeseables de algunas de estas medidas. Los aprendizajes de la crisis de seguridad parecen profundizar aún más la descomposición de las relaciones de convivencia. Por ejemplo, cuando las labores de seguridad pública han recaído en los cuerpos militares se ha demostrado un incremento de la violación de derechos humanos y aumento de la violencia letal. El incremento de fuerzas policiacas en las calles, por su parte, en lugar de generar una mayor percepción de seguridad, generan un efecto de desconfianza, tal como lo demuestran las encuestas de percepción de victimización (ENVIPE).

Otra arista de los efectos perniciosos de estos aprendizajes es aquella que se derivan de las acciones de la sociedad. Al incrementarse los barrios cerrados, por ejemplo, algunos estudios han identificado que los procesos de segregación socio espacial profundizan los estigmas territoriales, es decir, la asociación de barrios pobres con la criminalidad. Además, la privatización de la seguridad de los espacios públicos borra la frontera de dónde comienza lo público y lo privado. Por otra parte, la organización de los vecinos en grupos de vigilancia, en decenas de casos han producido linchamientos de presuntos delincuentes o la conformación de grupos civiles armados que cuestionan que la violencia legítima es monopolizada por el Estado.

Así pues, podemos decir que las respuestas no siempre han sido positivas. Hemos podido observar que la adquisición de nuevos conocimientos para enfrentar el desastre de inseguridad y violencia ha dado origen a otro tipo de problemas.  ¿Qué se requiere para encontrar salidas que mejore nuestro entorno relacional? La respuesta no es sencilla en un escenario tan complejo. Pero que ambas partes promuevan estrategias de prevención al crimen y la violencia, mediado por buenos puentes de comunicación y coordinación, podría ser un paso importante.

José Ángel Fernández Hernández

Investigador del Observatorio Nacional Ciudadano

@DonJAngel @ObsNalciudadano

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