Hace apenas cinco semanas que fueron las elecciones y pareciera que los nuevos gobiernos ya están en marcha desde hace tiempo. Posiblemente, la constante presencia mediática de algunos de los candidatos ganadores y sus colaboradores cercanos haciendo innumerables anuncios a diario deje la impresión de que los electos son ya gobiernos en funciones.

Más allá de dejar que las administraciones salientes actúen como si ya estuvieran en los vestidores, cuando este partido no ha terminado, un riesgo de tomarse la transición con tanta prisa está en que las decisiones de los nuevos gobiernos descansen no en diagnósticos precisos –que por definición requieren tiempo y trabajo-, sino en impresiones repetidas, aclamaciones del sentido común.

En su texto de 2012, el investigador Fernando Escalante advierte que, en materia de seguridad y violencia, en México se ha construido un “relato monocorde” que se nutre de cifras, mapas, símbolos y arquetipos que, aunque sean repetidos por propios y extraños, no necesariamente constituyen un acercamiento preciso al fenómeno que tanto nos preocupa. Y es que poco se discute sobre los alcances y limitaciones de esos indicadores y, en cambio, éstos circulan entre periodistas, académicos y especialistas tantas veces que van solidificando una historia que, sin ser necesariamente falsa, tiende a la simplicidad.

Uno de los hallazgos más inquietantes del proyecto Por un México Seguro es que esta narrativa dominante, que simplifica la problemática de seguridad, es notoria en casi todos los diagnósticos que tienen los futuros gobernadores.

Los cuatro candidatos ganadores que participaron respondiendo las preguntas planteadas por el Observatorio Nacional Ciudadano resaltan el incremento de niveles de violencia y delitos registrados como el punto de partida para diagnosticar la situación, algunos enfatizan las desigualdades económicas y sus estragos en ciertos grupos del país, otros la fragilidad institucional y otros la peligrosidad de los grupos criminales. Sin embargo, poco reflexionan sobre las particularidades de su estado para explicar tales incrementos en los registros de incidencia delictiva, pasando por alto, por ejemplo, que estas cifras suelen hablar más de la capacidad de registro y reporte de las agencias de seguridad que del fenómeno delictivo en sí mismo. ¿Qué otros indicadores convendría tener para entender mejor la situación? Por momentos parece que las grandes conclusiones son más el resultado de la información disponible que de la pertinente.

Más allá de la necesidad de generar más y mejor información para respaldar los diagnósticos, convendría evitar la tendencia a generalizar y simplificar, si la pretensión es lograr la mejor comprensión de este fenómeno: no en todo el país la problemática es semejante.

En este relato dominante, una de las características centrales es que la forma de describir y entender la problemática de seguridad aplica lo mismo para un municipio en la sierra de Guerrero, que para Tijuana en 2008 o Ciudad Nezahualcóyotl ayer. En todos los casos, se habla de una “descomposición de las policías” o de una “rivalidad entre grupos criminales” y, desde luego, de la “cooptación de las élites políticas”, como si fueran ingredientes que, de igual manera y en proporciones similares, estuvieran en una realidad o en otra. El problema con esto es que, al aceptar esta narrativa sin revisarla con frecuencia, nos impide ver y comprender configuraciones específicas que permitan decir qué es exactamente la descomposición de los cuerpos policiacos en un municipio dado en un tiempo preciso o a qué nos referimos con “grupos criminales que se enfrentan”. Además, diagnósticos desde lo local seguramente harían emerger variables que, hasta ahora, hemos omitido o ignorado.

El futuro gobernador de Guanajuato, por ejemplo, nos muestra el extremo de esta sobre-simplificación. Por un lado, su diagnóstico sobre la situación del país evoca los infaltables “incremento de los delitos” y “deterioro de la confianza hacia las instituciones” (dando por hecho que en algún momento esa confianza existió), sin embargo, al momento de describir la situación de su estado considera que Guanajuato “refleja una situación similar a la nacional”. Aunque la noción de los crímenes al alza sea a estas alturas una verdad de Perogrullo, Guanajuato ha sido uno de las entidades cuya condición ha mostrado una particular descomposición en los últimos años, ¿qué factores lo explican? ¿por qué antes no ocurría lo que ocurre ahora? Si pensamos lo local como el simple reflejo de la dinámica nacional, además de negar la complejidad del problema (y de paso, del país), probablemente repitamos las viejas fórmulas que no necesariamente son las adecuadas para cada caso. Si se me permite la metáfora, es como suministrar el mismo analgésico a cualquier paciente que se acerca al centro de salud, sea cual sea su malestar, sólo porque tenemos una enorme dotación de ese medicamento y está a la mano.

En el proyecto Por un México Seguro se pedía a los entonces candidatos compartir su diagnóstico general de la situación y, más tarde, hacer un ejercicio semejante en ejes específicos: política de drogas, lavado de dinero, tráfico de armas, trata de personas, prevención social de la delincuencia, procuración e impartición de justicia, reclusión y readaptación social, policía, el Sistema Nacional de Seguridad Pública y Derechos Humanos.

Lo anterior nos permitió notar dos patrones, el primero es que el ya mentado relato dominante alcanza para posicionarse respecto a algunos de estos ejes, pero en otros casos, hace evidente que hay aspectos del problema sobre los que los futuros gobernadores han reparado muy poco. Mientras que todos tienen una noción en lo referente a “la policía” y su necesidad de dignificarla, solamente el gobernador electo de Jalisco asume que el lavado de dinero o la trata de personas (la cual además relaciona con las desapariciones de personas) son elementos clave de la situación en su entidad.

Y no es que Tabasco, Guanajuato o la Ciudad de México estén exentos de esto, sino que, por ahora, los próximos titulares del Ejecutivo parecen tener menos claro estas aristas del problema. En algunos casos, la división de competencias se utiliza como argumento para no ofrecer un diagnóstico en este tenor. Por ejemplo, el Gobernador electo de Tabasco, arguyendo que el lavado de dinero o el tráfico de armas son de competencia Federal, ofrece como diagnóstico “participar en el marco de lo que establezca el Gobierno Federal”. Amén de que la frase citada no es propiamente un diagnóstico, la división de competencias no exime a los gobernadores de comprender lo que respecto a esos temas ocurre en sus entidades y, en ese sentido, ser por lo menos fuente de información para la política que, eventualmente, diseñe el Ejecutivo Federal. ¿Qué ocurriría si este proyecto fuera, como se ha ejemplificado, un analgésico inadecuado para una entidad en particular? Esperaríamos que el gobernador en cuestión pudiera manifestarle al Ejecutivo lo poco que su proyecto contribuye (o incluso el cómo afectaría) la realidad de su estado. Para eso, sin embargo, el gobernador tendría que conocer profundamente tal situación.

El segundo patrón detectado es que pocas veces relacionan un eje con los otros, como si cada arista del problema fuera independiente de las otras. En este sentido, el Gobernador electo de Jalisco y la Gobernadora electa de la Ciudad de México son en cierto sentido una excepción, ambos reparan en que la política de drogas es también un asunto de procuración de justicia y un aspecto de la prevención social del delito. La articulación entre los distintos ejes no es, sin embargo, el tono general de sus diagnósticos.

Tantas cosas escuchamos sobre la problemática de seguridad y violencia que es posible que nos parezca sobre-diagnosticada. Sin embargo, una narrativa repetitiva no necesariamente es un diagnóstico. Tal vez lo fue, en algún momento. Los futuros gobernadores, a pesar de la prisa que hay por verlos implementar las fórmulas mágicas que nos sacaran de esta situación, tienen el enorme reto de tomar el tiempo y demás recursos necesarios para entender con detalle las configuraciones presentes en sus estados. Unos tienen mejores pasos dados en este camino, otros no parecen haber siquiera comenzado la tarea. El ya clásico “no entienden que no entienden” ha mostrado de sobra sus efectos nocivos, de ahí la importancia no de repetir una narrativa sino de entender. En todo caso, no simplificar el problema es, apenas, un comienzo.

María Teresa Martínez

@TereMartinez es doctorante en Sciences Po, Paris e investigadora del @ObsNalCiudadano

Escalante Gonzalbo, Fernando, El crimen como realidad y representación. Contribución para una historia del presente, México, El Colegio de México, 2012, 256 pp.

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