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E s viernes por la tarde, el calor se siente con fuerza en el microbús que recorre la ruta San Lázaro-Buenavista y que transporta a seis pasajeros que parecen estar cansados al regresar de su jornada laboral.

De pronto, en la esquina de Eje 1 Norte y avenida del Trabajo, en la delegación  Cuauh- témoc, un joven con una bolsa de plástico negra hace la parada al autobús, el vehículo se detiene, la persona sube los escalones y, a diferencia de los demás, no paga.

La mano izquierda del sujeto, quien parece no sobrepasar los 18 años, se mueve y con una moneda pega al tubo metálico del pasamanos para llamar la atención.

Con un tono de voz amenazante, el hombre, quien viste un pantalón negro y una playera blanca, mira a los pasajeros quienes con temor escuchan.

“A ver, pandilla, ayer mi abuelita entró a mi cuarto y vio que tenía bolsas, mochilas, celulares y carteras que no son míos y como me  enseñaron que en la forma de pedir está el dar, les voy a entregar dulces que no quiero que me los rechacen, porque necesito llevar dinero y no quiero asaltarlos, así que llévenselos por sólo cinco pesos”, grita. De la bolsa saca dos pequeños chocolates que entrega a cada uno de los pasajeros.

Tras el reparto de las golosinas, una de las pasajera, una señora de 50 años, le devuelve los alimentos.

“¡Cómpramelos!”, le grita el hombre, lo que hace que la pasajera, nerviosa, de manera inmediata busque entre su bolsa algunas monedas. Le dice al joven, quien no se mueve ni un centímetro de su lado, que sólo tiene un billete de 50 pesos.

“Aquí te lo cambio”, responde mientras los demás pasajeros sacan dinero de las bolsas de sus pantalones y mochilas para comprarle sus chocolates. Han entendido el mensaje del sujeto.

La señora, nerviosa y temblorosa, le entrega el billete y le dice que se quede con 10 pesos. El joven, quien podría ser su nieto, le devuelve dos billetes de 20 pesos, para después recorrer cada uno de los asientos para recibir el dinero.

Unos segundos después, toca el timbre para bajarse. La conductora le abre la puerta trasera y el joven, con toda tranquilidad, desciende de la unidad, mientras que la cara de los demás parece mostrar un cierto alivio porque el hombre se ha ido y no fueron asaltados.

Unas cuadras adelante, las puertas del transporte se abren y aparece un adolescente con gafas oscuras, carga una bolsa azul de plástico y lleva unos chicles. Saluda y los pasajeros saben que hay que entregar más dinero bajo la amenaza de que de no hacerlo serán asaltados de nuevo en apenas dos kilómetros.

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