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Después del terremoto escuchamos una explosión lejana y, al cabo de unos minutos, regresamos a la oficina en que nos encontrábamos, en un primer piso de la calle Colorado, cerca del cruce de Viaducto e Insurgentes. No había luz eléctrica ni señal de teléfono, ni para fijos ni para celulares. Encontramos unas carpetas tiradas en el piso. Gabriela encendió la radio de su teléfono celular y lo puso sobre la mesa para escuchar las noticias. En la calle comenzaron a oírse las sirenas y los helicópteros. Al poco tiempo, una voz desde la calle gritó:

—¿Mamá?

Gabriela bajó a abrirle la puerta a su hija y ésta, una joven arquitecta en pantunflas, estalló en llanto.

A las 13:14 se encontraba descansando en el departamento familiar, ubicado en un quinto piso de un edificio en la colonia Del Valle, a unas cuantas cuadras de aquí, cuando los objetos —aun cuando el edificio resistió— comenzaron a salirse de lugar y algún muro falso a desmoronarse ante sus ojos. Llegó como pudo hasta la oficina y entró en shock.

La radio aún no anunciaba la magnitud de la tragedia, así que bajé a comer con el amigo con el que me encontraba. Vimos a un anciana con sus dos perros sentada en la esquina de Vermont y Colorado. La fonda que buscábamos estaba cerrada. A unos pasos entramos a otra, desierta, con toda la comida del día prácticamente intacta. Era como si la ciudad se hubiera quedado vacía.

En Insurgentes nos encontramos con una avenida humana caminando en ambas direcciones. El tránsito estaba suspendido, no había Metrobús y la gente ocupaba los seis carriles. Los comercios en su mayoría estaban cerrados. En el cruce de Ohio me despedí de mi amigo y me uní a la multitud en dirección al norte.

Pasando el Viaducto me percaté del primer cristal roto. La vitrina de una tienda de novias. En Nuevo León vi al único policía de tránsito. “Aprovechen para pasar, gente”. En adelante vería sobre todo a jóvenes, en las esquinas, a la entrada de las estaciones de Metrobús, alertando a los caminantes de las fugas de gas, del tránsito de las ambulancias, de las zonas de riesgo.

“¡Eviten fumar!”

En Baja California vi las cuarteaduras del Centro Médico Dalinde. A la altura del Metrobús Campeche encontré un teléfono de monedas y deposité cuatro pesos para hacer una llamada. Dos mujeres esperaban atrás de mí.

En el cruce con Michoacán me encontré con el fotógrafo Rogelio Cuéllar, con un pañuelo en la frente, cargando su cámara. Me sugirió que lo siguiera en dirección al Parque México. Me mostró una pared de ladrillo rojo que se vino abajo en su edificio. “Y ahora camina hacia allá”, me indicó. Apenas tuve valor para asomarme a Laredo y Ámsterdam, donde un edificio se derrumbó. Una cuadrilla de voluntarios ordenó alejarnos al menos 50 metros debido a una fuga de gas. Crucé por el parque y vi a los patos reunidos en su isla.

En Sonora e Insurgentes un voluntario trepado en la caja de camioneta de la policía pedía agua para los socorristas usando un altavoz. “No importa que no estén llenas las botellas”. En la calle, un hombre trajeado aprovechaba las pausas de su compañero para gritar frenéticamente: “¡Agua! ¡Agua! ¡Agua! ¡Agua! ¡Agua para los rescatistas!”. Una muchacha lloraba en una esquina.

En San Luis Potosí y Medellín se derrumbó otro edificio. Uniformados acordonaban la zona, mientras la gente, un poco sin saber qué hacer, sin saber en realidad dónde ponerse, miraba atónita la escena, hasta que, de nuevo, aparecía un nuevo grupo de jóvenes voluntarios, con determinación, atravesando la soga, cargando garrafones de agua de cinco litros.

A las afueras de la farmacia voluntarios reunían medicamentos. Ventanas rotas, postes chuecos a punto de caerse. Gente atónita en las calles. Tristeza. Nada en comparación con las vidas perdidas de las que luego nos enteraríamos. Los niños de la escuela Rébsamen. Por la ventana veo un hurón blanco atado a un poste, es como una alucinación de un mal sueño que por desgracia no fue tal.

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