Hasina Hassan tenía siete años cuando cayó la primera bomba. Corrió despavorida para protegerse, se alejó de su casa y se refugió entre los árboles con su familia. Apenas minutos antes, bailaba en el bautizo de su sobrino. Pero, de un momento a otro, el ambiente se llenó del ruido de los aviones militares que cruzaban el cielo mientras dejaban caer cientos de bombas de napalm, de fragmentación y de fósforo blanco.

Era 6 de noviembre de 1975, Marruecos inició la llamada Marcha Verde sobre el Sahara Occidental, lo cual creó una crisis de refugiados que continúa hasta hoy en el noroeste de África.

Ese mismo año, el Sahara Occidental declaró su independencia de España. Sin embargo, Marruecos y Mauritania se dividieron el territorio e iniciaron una ocupación militar tras la firma de los Acuerdos Tripartitos con España, en lo que se les cedía las tierras saharauis.

Hasina recuerda que soldados marroquíes entraron caminando, iban vestidos de civiles y traían el Corán en la mano para que nadie los atacara, “porque atacar el Corán es atacar el Islam, y atacar el Islam es ofendernos a nosotros mismos”. Atrás de ellos, el ejército avanzaba en tanques de guerra.

Permaneció escondida hasta el anochecer. Recuerda que había muchos muertos en los poblados aledaños y que la arena del desierto estaba impregnada de sangre. Salió de entre los árboles casi a hurtadillas y regresó a su casa para recoger algunas cosas. Confiesa que, a pesar de haber sido una niña, sabía que no iba a volver a estar a salvo en su hogar.

Durante un tiempo, su familia disfrazó su jaima, (vivienda tradicional saharaui) con follaje y ramas para que no los atacaran, pero no pasó mucho para que tuviera que huir hacia la frontera con Argelia junto con su madre, su padre, sus dos hermanos y cuatro hermanas para proteger sus vidas.

Hasina, al igual que más de 60 mil saharauis, dejó su patria y caminó durante una semana hacia Argelia, donde les ofrecieron ayuda y un espacio en el desierto para levantar un campamento.

“Estando acá, tuvimos un respiro de paz que nos hizo reaccionar para volver a las armas”, cuenta. Así que dividieron el trabajo: los hombres empuñaron las armas y se convirtieron en soldados del movimiento de liberación nacional Frente Polisario, que lucha por la autodeterminación del pueblo saharaui, mientras que las mujeres se quedaron en los campamentos con los niños y los ancianos.

Las saharauis construyeron viviendas, incluso con sus propias ropas, escuelas y hospitales. Organizaron la ayuda humanitaria. Se encargaron de la educación de los niños y de la salud de los enfermos. Ocuparon puestos políticos y tomaron las riendas de la república que habían proclamado. Poco a poco, le dieron vida a un lugar que parecía también haberlos condenado a morir. “Ahora, cada persona tiene un lugar digno para vivir”, dice Hasina.

El papá de Hasina pasó toda su vida luchando por su país hasta que en abril de 1991 la ONU instauró una misión para el referéndum del Sahara Occidental, con la cual se pactó un alto el fuego. Marruecos y la autoproclamada República Árabe Saharaui firmaron un acuerdo de paz y se acordó un referéndum en el cual los saharauis podrían decidir si quedan bajo el gobierno marroquí o instauran una república independiente, el cual no se ha realizado.

Después de más de 40 años, los saharauis siguen siendo refugiados en un desierto que no es suyo. Su vida transcurre en una aparente paz que poco a poco se ha convertido en la desesperación de no saber si los organismos internacionales los ayudarán a volver a su casa por la vía pacífica.

No construyen hogares con cimientos firmes porque si el presidente de Argelia lo decide, ellos se van. Los niños estudian historia y matemáticas, pero sueñan con emigrar y convertirse en médicos, abogados, artistas o defensores de derechos humanos para luego enseñar a los demás.

Según cifras del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), unos 165 mil refugiados saharauis conviven en cinco campamentos, y la gran mayoría de las familias que partieron de sus hogares años esperan una solución para volver a su territorio.

Hasina no se resigna a seguir su vida como refugiada. La historia de cómo salió del Sahara se la contado muchas veces a su hija Fatimechu, a quien busca inculcar los valores de la independencia, la soberanía y, sobre todo, la paz.

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