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Hace tiempo escribí que la situación interna de Rusia no era muy buena, pero que no podía disimular mi admiración por la política exterior, la estrategia de su presidente. Dieciocho meses después, a pocas semanas de otra reelección presidencial de Vladimir Putin, vuelvo a decirlo. Falta todavía un programa de reformas estructurales para resolver los problemas socioeconómicos de Rusia, pero quien tiene el mando desde hace más de 18 años no ha dejado de mover muy bien sus piezas en el tablero internacional. ¿Cuáles son los fundamentos de su juego?

Según Fiodor Lukianov, de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Económicas de Moscú, especialista en cuestiones estratégicas, Vladimir Putin ha logrado el regreso de Rusia en el escenario internacional; después del terrible caos universal que azotó a la URSS al final de la Perestroika y a Rusia en los años 1990, adquirió rápidamente el prestigio del hombre fuerte, del cirujano de hierro capaz de acabar con la insurgencia y el terrorismo checheno, de restablecer el orden, pasar leyes, poner fin a los incesantes choques económicos. El 31 de diciembre de 1999, publicó en el sitio del gobierno su programa: a la distancia, uno puede decir que logró uno de sus puntos, devolver a Rusia el lugar que le corresponde, en primera fila entre las grandes potencias mundiales. Eso explica la popularidad del “zar Vladimir”.

Su predecesor y padrino, Boris Yeltsin, no quería otra cosa, pero nunca tuvo los medios necesarios, mientras que Putin tuvo a su favor, al principio, los elevados precios de los hidrocarburos. Hasta 2003, ni Europa ni Estados Unidos tuvieron motivo para quejarse del ruso, pero la invasión de Irak decidida por Washington y apoyada por muchos gobiernos europeos (menos por París y Berlín), convenció a Putin de que ese no era el camino. Enseguida empezó a decir que si Rusia no quería ser un país perdedor, no podía mantener esa línea amistosa hacia EU. Deseaba progresar en las relaciones con la Unión Europea, tanto económicas como políticas y militares; esa última dimensión, la militar, implicaba que Europa dejara de andar a la remolca de EU en la OTAN, o una reforma profunda de una OTAN que había sido arma poderosa contra la URSS. Nada de eso pasó. Putin sufrió la misma decepción que Mijaíl Gorbachov cuando soñaba con una “Casa Europa” en la cual la URSS tuviera su lugar.

Luego vinieron las revoluciones multicolores de Ucrania y Georgia, interpretadas por Moscú como otros tantos avances del expansionismo de la OTAN. Quien considere a Putin como el lobo, deberá reconocer que hasta el lobo tiene sus buenas razones. Cuando existía la URSS y el Muro de Berlín cayó, y los gobiernos comunistas de Europa Central cayeron, los occidentales prometieron que Alemania no se reunificaría; cuando lo hizo, aseguraron que la OTAN no incorporaría a la ex Alemania oriental, y mucho menos a los países bálticos (ex repúblicas soviéticas), Polonia, Chequía etc. Mentiras, de modo que la OTAN tiene ahora frontera común con Rusia. Una Rusia que, históricamente, ha tenido siempre, a lo largo de los siglos, miedo a la invasión.

Fiodor Lukianov pudo escribir que a lo largo de “esos 10 últimos años, Rusia ha manifestado no su nostalgia de la fuerza, sino su miedo, pánico, a la debilidad, a verse súbitamente invadida y arruinada por el enemigo, perder la voluntad y la capacidad de resistir. Tal miedo originó la expansión territorial, el deseo permanente de ampliar la zona-colchón, alejar cada vez más al agresor potencial del centro. En esa lógica, la ampliación progresiva de la OTAN” y su avance hacía el Este han sido una pesadilla para Rusia.

Cuando Boris Yeltsin vio que Occidente no iba a ayudar a su país, que no habría “Plan Marshall” para Rusia, que no se le tomaba en cuenta, sintió, y sus compatriotas, entre los cuales Vladimir Putin, lo sintieron también, que Rusia había sufrido una derrota. Le tocaba a su delfín, el joven Putin, trabajar a la revancha. Trabajó duro y podemos decir que, hasta ahora, ha logrado espectaculares revanchas. En septiembre de 2004, a la hora de la tragedia de la escuela de Beslán, secuestrada por terroristas, luego tomada por asalto por las fuerzas rusas con terribles “daños colaterales”, Vladimir Putin asumió la decisión del asalto y declaró: “Demostramos debilidad. Resulta que los débiles quedan siempre derrotados”.

De 2004 en adelante, ninguna debilidad, sino acumulación de fuerzas militares, diplomáticas, políticas y descubrimiento del uso muy eficiente del soft power de las redes sociales. Desde las elecciones presidenciales de 2016 en Estados Unidos, nos bombardean cada día con noticias sobre la desinformación dirigida desde Moscú y su interferencia sistemática en la Unión Europea: Reino Unido a la hora del Brexit, Francia en sus presidenciales, España a la hora del procés catalán. México no escaparía a tal injerencia. El excelente y popular embajador de Rusia, el Sr. Eduardo Malayán, lo desmiente con fuerza.

El instrumento militar está al servicio de tal estrategia y eso es normal; EU y China hacen lo mismo, de modo que podemos hablar de una nueva carrera armamentista. Mientras China se dota de una Armada y Fuerza Aérea a la altura de sus pretensiones, Rusia ha lanzado un ambicioso programa militar con nuevos misiles balísticos intercontinentales, nuevos submarinos para lanzarlos, nuevos bombarderos pesados, etc. Las tres grandes potencias están trabajando febrilmente a la invención y elaboración de nuevas tecnologías bélicas combinando cibernética, satélites, armas espaciales. Una carrera bastante preocupante que Donald Trump promete acelerar, tanto más preocupante que los acuerdos anteriores, soviético-americanos, ruso-americanos, de control de las armas nucleares están caducando.

En un dossier sobre The new battlegrounds, The Economist del 27 de enero de 2018 precisa que “los protocolos y los acuerdos que, durante la guerra fría ayudaron a evitar Armageddon, no han sido renovados”. Eso abre una inquietante perspectiva. Se habla mucho de la amenaza que representa el arma nuclear en manos del presidente de Corea del Norte; sin embargo, la amenaza verdadera se encuentra en el triángulo Washington-Beijing-Moscú. Sólo un ciego le echaría toda la culpa a Vladimir Vladimirovich.

Investigador del CIDE

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