Como lo hizo en la antesala del referéndum del Brexit, la Comisión Europea ha adoptado la postura de los “tres monos sabios” ante la consulta invocada por los independentistas catalanes.

El Ejecutivo comunitario “no ve, no oye y no dice” nada ante la convocatoria separatista calificada por el gobierno español como ilegítima.

La institución comunitaria ni siquiera se inmutó cuando fue confrontada con la noticia de que las autoridades españolas habían echado abajo, entre otras, la página web de la Asamblea Nacional Catalana en un intento por bloquear la divulgación del referéndum.

“No tenemos nada que decir”, fue la reacción del portavoz de la Comisión Europea, Margaritis Schinas, en medio de un contexto de reclamos que encontraron eco en la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas (ONU), en donde los relatores especiales Alfred de Zayas y David Kaye, exhortaron al gobierno español a no interferir en el derecho fundamental de asamblea, asociación, participación pública y libertad de expresión.

La comisaria Europea de Economía y Sociedad Digital, Mariya Gabriel, igualmente guardó silencio ante las acciones sin precedentes del Estado español en la red.

“No se trata sólo de Cataluña. Existe el riesgo de un daño grave a la reputación de la Comisión Europea como guardián de los Tratados”, arremetió en su cuenta de Twitter Amadeu Altafaj, representante del gobierno de Cataluña ante la Unión Europea y antiguo portavoz de la Comisión Europea.

La posición de la Comisión respecto a la cuestión catalana siempre ha seguido la misma línea: “Es un asunto de orden interno español”.

Así han respondido tanto el actual presidente de la Comisión, Jean Claude Juncker, como sus predecesores, José Manuel Durao Barroso y Romano Prodi, a los reiterados cuestionamientos lanzados por los corresponsales catalanes y españoles acreditados ante las instituciones comunitarias.

Incluso fue el italiano Prodi quien determinó bajo qué condiciones se aceptaría una Cataluña independiente, así como cuál sería su destino en caso de que hubiera nuevas realidades dentro de las fronteras de España.

Siguiendo con las directrices de la llamada “doctrina Prodi”, para que una consulta sea considerada legal, los resultados deben estar apegados a la Constitución del Estado, en éste caso el español; de otra suerte, sería considerada una acción contraria al marco legal de la Unión.

En el hipotético caso de que Cataluña naciera como Estado independiente, pasaría a ser un territorio externo, es decir, sus más de siete millones de habitantes perderían todos los beneficios comunitarios al quedarse fuera de la UE.

Para volver a formar parte del club, la autoridad catalana tendría que arrancar de cero, presentando su solicitud de adhesión.

Una vez aceptada la petición obtendría el título de candidato, un procedimiento que para algunas naciones es en automático, como fue el caso de Islandia, que en 2009 se acercó a la Unión tras sufrir el impacto de la crisis económica y bancaria; y para otras puede complicarse y durar años, como ocurrió con Turquía, que presentó su solicitud en 1987 y tuvo que esperar hasta 1999 para obtener la anhelada mención.

Elevada la solicitud a nivel de candidato, Cataluña, que tiene una economía equivalente al tamaño de Irlanda y Finlandia, se sometería a los mismos procedimientos de negociación que el resto de los Estados miembros que han ingresado al bloque desde el 2004.

Concluido el proceso de negociación, el pacto de adhesión pasaría a la ratificación del Consejo Europeo, el Parlamento Europeo y los Estados miembros, requiriendo la unanimidad para poder entrar en vigor. En síntesis, sin el consentimiento de Madrid, Barcelona jamás pasará a formar parte de la familia comunitaria.

Si bien cada proceso al interior de las fronteras comunitarias tiene sus propias características y se desarrolla en contextos muy particulares, ante eventuales eventos de “divorcio”, la Comisión no siempre aplica de la misma manera el principio de la no intervención en los asuntos internos de los países socios.

Ante el referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la UE, predominó el mutismo de Bruselas aun cuando la campaña a favor del Brexit estuvo basada en mentiras descomunales.

El resultado de no haber tomado posición ha sido una crisis que demolerá cuatro décadas de integración británica y terminará con la salida del bloque de la tercera mayor economía comunitaria y uno de los dos socios comunitarios con asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU.

En un intento por mostrar que la UE es todavía un proyecto atractivo para las naciones vecinas, la Comisión Europea, en lugar de mantenerse distante de las cuestiones internas de Gran Bretaña, coquetea con el gobierno escocés, que ante el Brexitpretende proteger sus relaciones con la UE y amenaza con convocar una segunda consulta de independencia si el acuerdo establecido por la premier británica Theresa May no empata con los intereses de Edimburgo.

El espaldarazo de las instituciones europeas a las aspiraciones escocesas de preservar los mayores logros de la Unión, como es el libre acceso de mercancías, capitales y personas, quedó sellado inmediatamente después del referéndum del Brexit celebrado el 23 de junio de 2016, en una visita realizada por la primera ministra Nicola Sturgeon a los despachos de Jean-Claude Juncker y el entonces presidente del Parlamento Europeo, Martin Schulz.

Detrás de la aparente imparcialidad de Bruselas ante el separatismo catalán hay una enorme preocupación. El Brexit ya concentra una parte sustancial del capital político de la UE y si quiere relanzar el proyecto comunitario, como ha anunció el presidente francés Emmanuel Macron, no puede darse el lujo de gastar energía en un nuevo proceso de redefinición de fronteras en su interior, señalan observadores.

Además inquieta el riesgo de que el precedente catalán abra la caja de pandora en otros estados miembros que experimentan tensión entre las capitales y algunas de sus regiones; están los casos de Sicilia y la región del Véneto en Italia, el de la próspera Flandes que junto con la pobre Valonia y Bruselas conforman Bélgica, y el territorio de ultramar francés de Córcega, por mencionar algunos.

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