San José.— Un viejo refrán famoso en Nicaragua y que se atribuye al general Anastasio Somoza García, —fundador en 1934 de la dictadura dinástica que gobernó hasta 1979 y asesinado a balazos en 1956— lanza una advertencia que el presidente nicaragüense, Daniel Ortega, parece cumplir con precisión: “Si se va a comer el pollo, no enseñe las plumas”.

Apegado a ese consejo, Ortega y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo, optaron por comerse el pollo —edificar un millonario bloque empresarial— pero sin enseñar las plumas, porque delegaron los negocios en el control de sus hijos e hijas.

Con o sin plumas, la fortuna de la familia Ortega Murillo —que comenzó a gobernar en Nicaragua con afanes indefinidos y consecutivos a partir del 10 de enero de 2007— es uno de los factores menos visibles de la honda crisis política, institucional y socioeconómica que cercó a los nicaragüenses desde el 18 abril.

La riqueza del conglomerado Ortega Murillo es clave. Amparados en una confusa mezcla de partido-gobierno-Estado, el presidente, la vicepresidenta y sus hijos —Rafael, Carlos Enrique, Daniel Edmundo, Juan Carlos, Laureano, Maurice, Camila y Luciana— se instalaron en la cúpula de un emporio empresarial por la vía del tráfico de influencias y con una total impunidad.

Como el más influyente anillo de mando en Nicaragua, la familia tiene predilección por la palabra canal. Por algo, controló el negocio (aparentemente fallido) para construir un canal interoceánico en Nicaragua, acaparó el mando en los canales nicaragüenses de televisión y sus repetidoras y asumió el dominio de los canales de distribución de combustibles derivados del petróleo.

La más reciente declaración de probidad del presidente es de 2002 y sólo registró bienes por 217 mil 943 dólares. No obstante, desde la campaña presidencial de 2006 se moviliza en cuatro camionetas, valoradas en al menos 125 mil dólares cada una.

Aunque como nuevo rico se sentó a negociar en igualdad de condiciones con el gran capital nicaragüense desde que retornó a la presidencia, en 2007, hasta que estalló la crisis en abril por un lío con una reforma a la seguridad social que debió derogar, un fantasma persigue al mandatario: “La Piñata Sandinista” —la repartición de propiedades entre los sandinistas—.

Tras ser líder de la revolución que gobernó Nicaragua de 1979 a 1990, primero como coordinador de una Junta de Gobierno y de Reconstrucción Nacional y luego como presidente en 1985, surgido en comicios de 1984, Ortega fue parte de “La Piñata”. En 1990, derrotados en las urnas y antes de ceder el poder, los comandantes sandinistas —como Ortega— se repartieron mansiones de lujo, tierras, empresas, cuentas bancarias, fincas, cooperativas, automóviles y demás propiedades y bienes, y se convirtieron en los nuevos millonarios de Nicaragua.

Por eso, la riqueza de la familia Ortega Murillo es un factor en juego en la actual crisis, la peor del siglo XXI en Nicaragua. El dúo gobernante es asediado por una imparable oleada de protestas antigubernamentales para exigir su salida del poder, con anticipo de elecciones y apertura de un proceso de verdadera democratización para acabar con lo que los opositores definieron como dictadura dinástica.

En una sorpresiva entrevista que concedió el 23 de julio a la cadena Fox, de Estados Unidos, Ortega rechazó adelantar los comicios, anunció que seguirá en el cargo hasta enero de 2022 —cuando completará su tercer quinquenio consecutivo desde 2007— y negó ser culpable de la represión que organismos de derechos humanos le atribuyeron en los últimos meses por un conflicto en el que está de por medio una fortuna familiar.

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