Uno de cada tres delincuentes de Latinoamérica reincide, la mayoría por crímenes más graves del que los condujo a la cárcel por primera vez. Muchas de las prisiones más emblemáticas de los países de la región se han vuelto verdaderas escuelas de crimen. Escuelas en las que se desarrolla una sociedad paralela, sin control del Estado, y que son uno de los factores que contribuyen a la crisis de seguridad pública que se vive en varios rincones de América Latina.

En Brasil, por ejemplo, los grupos del crimen organizado como el Primer Comando de la Capital (PCC) y el Comando Vermelho nacieron en las cárceles y desde allí coordinaron y expandieron sus operaciones, llegando a montar una industria que se extiende a Bolivia y Paraguay.

Sus líderes Marcola y Fernandinho Beira-Mar, respectivamente, no han visto en las rejas un impedimento para llevar a cabo sus planes. Y cuando sus fuerzas y aliados se enfrentan, el saldo de las riñas es monumental, obligando al gobierno federal a intervenir con tropas. Como las que dejaron unos 140 prisioneros muertos a inicios del año.

Las fugas de las cárceles del jefe del Cártel de Sinaloa, Joaquín El Chapo Guzmán, sólo contribuyeron a alimentar su leyenda, ya que túneles, engaños y sobornos horadaron las restricciones más severas. Entre exponerse a otra huida, el gobierno mexicano se vio aliviado cuando fue extraditado a Estados Unidos.

Sin embargo, para altos mandos de organizaciones criminales, a veces es mejor estar tras las rejas que en las calles porque ahí reciben protección frente a sus rivales. Es el caso, por ejemplo, de líderes de las pandillas Mara Salvatrucha 13 (MS-13) y el Barrio 18 en El Salvador.

Las cárceles han adquirido un nuevo significado en la región. Mientras los miembros más jóvenes de las pandillas suben de rango con más rapidez dentro que fuera, los más viejos aprovechan su condena para pensar e implementar estrategias.

También hay prisiones donde las bandas carcelarias se han vuelto verdaderas instituciones, con reglas y su propia versión de la historia. En Puerto Rico, hay por lo menos siete grupos carcelarios que se destacan: 27, Jibaritos, 25, Huevo, Bacalao, 31 y Ñeta. Este último tiene casi 40 años. Sus reglas incluyen no robar, no ver al compañero como objeto sexual y no humillar a los nuevos internos. Quienes son aceptados como miembros son instruidos a lo largo de los años por “maestros”.

Crimen, castigo y reinserción. La inseguridad es uno de los principales temas de preocupación ciudadana como muestra la encuesta Latinobarómetro de MORI, parte fundamental de las cuentas públicas de los gobiernos y un tema de campaña para los candidatos en la región.

Latinoamérica vive una alarmante crisis de seguridad. Es la región más violenta del planeta, fuera de las zonas de guerra. Según estimaciones del Banco Interamericano de Desarrollo, la región tiene 9% de la población mundial, pero registra un tercio de las víctimas de homicidios a nivel global y seis de cada 10 robos son cometidos con violencia. Y la justicia no ha logrado atacar ese problema. El 90% de los asesinatos no son resueltos y las cárceles, que debieran ofrecer alternativas para que los reclusos abandonen el crimen, han fallado.

Los gobiernos latinoamericanos han implementado políticas de mano dura para capturar y enjuiciar a delincuentes. Según un comparativo de estadísticas realizado por el Grupo de Diarios América (GDA), las primeras causas que llevaron a las personas a la cárcel en la mayoría de los 11 países evaluados están el robo o intento de robo y alguna infracción a la ley de drogas. Los otros motivos que se destacan son: extorsión (El Salvador), homicidio (Argentina, Colombia, Costa Rica, El Salvador y Venezuela) y violación sexual (Perú).

Según Marcelo Bergman, director del Centro de Estudios Latinoamericanos sobre Inseguridad y Violencia, con sede en Argentina, el problema de las políticas de los gobiernos de la región es que detienen a un delincuente que es reemplazado por otro. “El resultado es que se llenan las cárceles sin resolver el problema”, comenta.

Además, ese doble esfuerzo por capturar y enjuiciar como opción preferida para enfrentar el crimen y la inseguridad no va de la mano con una mejoría de las condiciones penales, aseguran expertos. A excepción de Puerto Rico, todos los países de Latinoamérica tienen una tasa de hacinamiento superior a 100%. En Venezuela, la cantidad de reclusos es más de cuatro veces superior al número de plazas de todo el sistema carcelario.

Según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, esos niveles de aglomeración generan una “masacre silenciosa” y agravan los problemas, como enfermedades o exposición de delincuentes menores a nuevos grados de crímenes.

El hacinamiento dificulta separar los presos según la gravedad de sus crímenes y, cuanta más gente está encarcelada, más difícil se hace para los agentes de seguridad mantener el control y el orden. La sobrepoblación se vincula también con la prisión preventiva. El procesamiento de los casos puede tardar años y las cárceles se van llenando de personas que no han sido condenadas. En promedio, 33.4% de los reclusos de la región están en esa situación.

Gustavo Fondevila, académico del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), de México y quien se ha dedicado a estudiar en la última década las cárceles latinoamericanas, asegura que se ha dejado de lado tres objetivos fundamentales de las cárceles: ser un instrumento de disuasión para aquellos que consideran cometer delitos; ser una herramienta de incapacitación y reducción de delitos y ser un centro de rehabilitación y reinserción social. El experto afirma que el abandono de esos objetivos debe encender las alarmas.

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