Viaducto 106, un edificio que “tiraron” poco a poco
Viaducto 106, un edificio que “tiraron” poco a poco

¡Yo creo que mi hijo ya se murió!

La señora Mónica Arellano quería aventar el teléfono que tenía en la mano. Quería teletransportarse de Ixtapaluca a la Narvarte. Saber el destino de su hijo. Superar esos miles de autos, esas miles de personas, ese tanto concreto que le impedía llegar hasta Rodrigo. Tocarlo, decirle lo que fuera. Cargarlo como a un bebé. Regañarlo por asustarla así.

Todos le pedían que se tranquilizara. Era imposible que su hijo hubiera muerto en su segundo día de trabajo , a unos días de formalizar su relación con la novia, Salomé, y menos un 19 de septiembre. Los rayos no caen dos veces en el mismo lugar: este había sido un sismo menor, quizá hasta pudo ser un simulacro . Además él le prometió que vendría lo mejor: “Ahora sí mamá, dormiré mis horas completitas”, le dijo días antes. “Me dará tiempo de hacer muchas cosas”.

—El edificio en donde trabaja Rodrigo no está, señora. Se cayó— había gemido Salomé en la línea.

La joven llegó como pudo a Viaducto 106, antes que la madre. Esperaba ver un edificio y se encontró con un solo bloque de concreto y varilla . Un monstruoso espectacular sobre ese bloque. Un hermoso ejército de personas usando sus manos para quitar ese bloque. Y un olor a gas en el ambiente.

A sus 47, Mónica viajaba en un auto que se movía a destiempo. No había tiempo, era como una carroza lánguida, fúnebre. Removía todas las señales que, desde meses antes, le anunciaban que su hijo podría morir. Como cuando él quiso comprar unos boletos para ver el Cirque du Soleil en diciembre y ella sintió, en una especie de dolor en el vientre: “¿Y si mi hijo no llega a esa fecha?”

Era impensable. Con 27 años, Rodrigo parecía el hombre más sano que hubiera podido criar: alto, masudo, sonriente, ideal para el futbol americano que practicó en el CECyT 11 , donde estudió.

La señal más fuerte que no supo interpretar, el odioso presagio, fue ese sueño que la despertó semanas antes. Estaba ahí, viendo a su hijo todo pequeño y regordete, a ese pelos de maíz en su carriola, cuando de pronto se le desaparecía. Se le esfumaba. Sólo veía gotas de sangre en la pared, como de una llovizna.

—Soñé que no estaba. Me angustió— contaría a su familia al despertar, antes de localizar a su hijo.

—Te voy ir a ver el próximo sábado— le prometió él más tarde.

Y ahí estuvo todas las semanas siguientes, incluyendo el fin anterior, cuando planeó con Salomé reunir a los padres de ambos con el pretexto de las fiestas patrias, formalizando así la relación de dos años. La noticia de esa unión la desconcertó un poco, no estaba segura de si era el momento para la formalidad. Pero los hijos deben tomar sus decisiones.

En la mente de la señora Mónica ahora todo eso parece lejano. Hay una especie de mala suerte que no puede asimilar. O sí, pero no lo sabrá de momento: el edificio en donde trabajaba Rodrigo fue modificado, tenía un espectacular imposible en su azotea y la empresa hacía todo al margen de la ley. En las investigaciones nadie hablará de eso realmente. Un infortunio.

—Estamos cerca, mi papá buscará donde dejar el auto, caminemos desde aquí— le dijo Alan, su otro hijo.

Viaducto 106, un edificio que “tiraron” poco a poco
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Viaducto 106

El arquitecto Antonio Abud Nacif está orgulloso del edificio que acaba de entregar: el de Viaducto 106.

Es octubre de 1957 y tiene 29 años. Todavía no sabe que, al tiempo, se convertirá en el arquitecto más importante que Líbano , el pueblo de sus padres, haya dado a México. Hará obras como la Embajada de ese país, la Iglesia de Nuestra Señora del Líbano y el Centro Libanés . La inauguración de este último recinto será cinco años más tarde, el 21 de noviembre de 1962. Ahí, le estrechará la mano el presidente Adolfo López Mateos quien expresará: "El que no tenga un amigo libanés… ¡que lo busque!"

Pero lo que mueve a Abud Nacif no sólo es la amistad. Quienes le conocen lo consideran un hombre entregado, con una visión particular producto de esa mezcla cultural con la que creció. Sus padres adoptaron el paisaje mexicano al ser perseguidos. Debieron dejar esplendorosos amaneceres frente a las montañas color verde y arena al norte de Beirut, despidiéndose así de los largos arroyos que desembocan en el Mar Mediterráneo, para asentarse en México. Antonio nació aquí y se aferró a la arquitectura; en la UNAM.

El edificio que planeó en Viaducto 106 es del tipo modernista y va bien con el periodo de apogeo económico que algunos llaman “Milagro mexicano”. Lo ideó con seis niveles de luminosas viviendas que armonizan con la trepidante vida urbana con la que ya todos sueñan.

Como es octubre, han pasado menos de tres meses del sismo más grande que, hasta entonces, se recuerde en la capital, el del 28 de julio de 1957. Pocos pueden apartar esa imagen de su mente. Estaban dormidos, porque eran las 2:43 de la mañana, cuando el suelo se despertó. El Ángel de la Independencia voló y cayó. En un año, nadie sentirá alivio al caminar por el Paseo de la Reforma y ver ese pedestal vacío. Hasta que el Ángel vuele de nuevo y sea recolocado el 16 de septiembre de 1958.

Nacif sabe que el Cine Encanto en la colonia San Rafael y el Edificio Rioma en la Hipódromo se afectaron con el sismo, pero no teme que algo así le pase a su edificio. La magnitud de 7.7 ni lo movió. Tampoco lo hará la de 8.1 que derribará decenas de inmuebles 28 años después, el 19 de septiembre de 1985. ¿Qué podría salir mal?

Al entregarlo, Abud se olvidará de los planos y permisos. No se hablará de eso sino 60 años después, cuando el futuro dueño del edificio, Emilio Farah Martínez, diga que se le perdieron. Eso será determinante para la investigación del único edificio de Abud que se ha caído. Nadie sabrá cómo era la estructura y qué modificaciones recibió; aunque el arquitecto conserva una foto posterior a la inauguración, que podría dar algo de perspectiva.

Viaducto 106, un edificio que “tiraron” poco a poco
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Sueño a la deriva

—Les presento a Rodrigo Rodríguez Arellano, él será el encargado de la logística— dice orgulloso Daniel, el dueño de la empresa de control de plagas que, dicen, lleva su apellido, Baluher.

Rodrigo no lo sabe pero algunas chicas lo miran. Es grande, blanco y sin cabello, con unos ojos verdes, como los de su madre. Lleva una camisa a cuadros, de leñador, ideal para su corpulencia.

La mayoría siente alivio por su presencia. Él está ahí para poner orden. Estudió logística y durante muchos meses previos dedicó sus noches a enviar unidades de la empresa Semex, que reparaban letreros y semáforos en la ciudad.

Acá no sabían ni enviar autos con técnicos a las colonias. Las plagas hacían de las suyas porque los pedidos para extinguirlas se perdían, llegaban a otra ruta. Fue unánime: abramos la plaza.

En su primer día, el 18 de septiembre de 2017. Rodrigo explora su nueva oficina, la que compartirá con el supervisor. No es lujosa, de hecho, alguna vez fue la habitación de una familia. Grupo Baluher (Biotecnología en control de plagas, S.A. de C.V., oficialmente) renta tres departamentos convertidos en oficinas; eran cuatro, pero decidieron reducir áreas.

Todo en esa empresa es reducción. Los trabajadores, sin importar el sueldo, cotizan en el IMSS sólo 117 pesos a la quincena, en una sociedad llamada Admopem, o la empresa Arly promotora, ambas de Sinaloa. En caso de que fallezcan, el IMSS no les respetará la cotización real y la indemnización será paupérrima. Nadie quiere dejar a su familia así, pero es mejor tener trabajo.

Una de las jóvenes “tontea” con Rodrigo. Le gasta bromas de oficina sobre una fotocopiadora. Él sonríe, pero es tímido. Al menos así lo perciben. Ya habrá tiempo para tomar confianza. Por el momento explora: son departamentos pequeños, de paredes blancas y ventanales amplios. Alguien ha colocado cristales en las habitaciones para darle un aspecto de oficinas. Lo más curioso es que hay una cocina, sin estufa pero con un refrigerador, lavabo y microondas. No parece un lugar adecuado para crecer. Todo parece improvisado.

El piso de Rodrigo es el segundo. En el primero hay que checar la hora de entrada, que es a las 8:30 de la mañana. Ahí trabajan lo dueños de la empresa, ventas y comercial; hay unas siete personas. El tercero es de juntas, contabilidad y recursos humanos; con cinco más. En el de Rodrigo, donde está División de plagas, siempre hay técnicos y visitantes; hay una docena de personas fijas.

El chico de ojos claros toma asiento, feliz. Piensa en la buena fortuna que tuvo al hurgar en internet y encontrar esa oferta laboral, como si algo le dijera que era hora de cambiar. Le dirá a los que ama que estaba ya muy cansado por trabajar de noche. Que tiene muchas ganas de una nueva vida. Que siempre hay oportunidades si uno se lo decide. Que confía en su nueva empresa.

Sobre sus cabezas

—¡No mames! ¡Está temblando!— dice un joven que dejará de tener nombre a partir de ese momento. La empresa en la que trabaja le pedirá callar y él obedecerá. Hablará desde el anonimato, como todos sus compañeros.

Viaducto 106, un edificio que “tiraron” poco a poco
Viaducto 106, un edificio que “tiraron” poco a poco

Él lo sabía: “La pinche escalera sólo era para dos personas, ¿a quién se le ocurrió hacer oficinas”.

El 22 de junio de 2010, la Secretaría de Desarrollo Urbano y de Vivienda de la Ciudad de México (Seduvi) consideró que este edificio de departamentos, de entonces 53 años, era apto para albergar el ajetreo de oficinas, “apegándose al programa delegacional correspondiente”, el de Benito Juárez.

El documento fue tramitado por el dueño Emilio Farah, quien heredó el inmueble de su padre, Farah Rihbany; lo avaló la certificadora Catalina Lizardi-Zahuita. La Seduvi permitió también un año antes, el 18 de septiembre de 2009, que la planta baja funcionara como taquería. Ya se había modificado el edificio quitando un muro. En donde había concreto, colocaron una cortina de acero.

Viaducto 106, un edificio que “tiraron” poco a poco
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En 2008 había ya un taller eléctrico, en 2011 una sucursal de seguros AXA y en 2012 un salón de belleza. Los muebles de este lugar serían sacados hechos añicos por decenas de voluntarios el día del sismo del 19 de septiembre de 2017.

Los trabajadores de Baluher, incluyendo el joven sin nombre, sentirán culpa por no haber adivinado el futuro. Piensan que debieron replantearse coexistir bajo esas condiciones. ¿Por qué obviaron? ¿Por qué no reclamaron? Como cuando, dicen, en las revisiones de las autoridades, se colocaban extintores improvisados que después eran removidos. O como cuando, recuerdan, una chica de recién ingreso pensó que temblaba por el movimiento “natural” del edificio.

—Tranquila, son camiones sobre Viaducto, siempre pasa. Acostúmbrate— le advirtieron socarronamente.

Y qué decir de ese silbido que producía el espectacular a metros de sus cabezas. Era de la compañía Inmobiliaria y Diversificadora GIM. Esa empresa se inscribió en el Registro Público de Comercio en enero de 1995. Su dueño, Faustino Manuel García, tuvo que llegar a un acuerdo con las autoridades en 2004 para registrar sus espectaculares en un programa de reordenamiento. Ese convenio contempló retirar los anuncios exteriores de algunas avenidas principales de la Ciudad de México, incluida Viaducto Miguel Alemán. La empresa tenía 22; le dejaron 15. Nunca se retiró el de Viaducto 106.

Viaducto 106, un edificio que “tiraron” poco a poco
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¿Dónde están?

Nadie escuchó la alerta sísmica y en unos segundos ya todos estaban aglutinados en la escalera.

Esa mañana habían hecho el simulacro del sismo de 1985 pero ninguno se lo tomó tan en serio. Muchos eran muy pequeños, o no habían nacido tres décadas atrás. Incluso nadie vio al chico nuevo, Rodrigo. Quizá ni participó.

El movimiento real los confundió. Los primeros bajaban apurados en fila, queriendo eliminar al de adelante, siempre lento, siempre eterno. Alguno quiso salir por la cochera pero como ésta tenía un seguro, se regresó. Eso quitó tiempo. El camino fue largo y, para colmo, la pequeña puerta abría hacia dentro. Hubo que dar un paso atrás, tropezarse entre cuerpos que decían “apúrate”, “salgamos”, “no quiero estar aquí”.

Una mujer fue de las últimas en cruzar el umbral. Tropezaba con no sé qué, rindiéndose ante un sonido imposible de describir: ¿Acaso eran cristales? ¿Acaso una explosión? ¿Acaso el fin de todo? Giró. Estaba ahí, frente a una cortina de polvo que arropaba una luz insoportable. La que no tenía que estar ahí, ultrajando el espacio de su lugar de trabajo.

—¿Dónde están todos? Vamos a contarnos— faltaban Javier, Gilberto, Joana, don Antonio y el chico nuevo. —¿Cómo se llama el chico nuevo?

 

In memoriam

La señora Mónica recogió el cuerpo de Rodrigo la tarde del 20 de septiembre.

Fue de los últimos en ser removido de los escombros, tras una larga espera en la que recuerda personas, soldados y miradas confusas. Un rescatista le había dicho que no era su hijo, sino un hombre de más edad. Entonces ella rompió el cerco y se acercó, ahí estaba él. Había encontrado al pequeño de sus sueños. No estaba perdido. Yacía en sus brazos.

Costeó el velorio. Acudieron personas que ni conocía. Como el cordial dueño de la empresa de su hijo. No se imaginó que un mes después ese mismo hombre le gritaría por teléfono: “¡Hágale como quiera!”, negándole una indemnización.

No será la única sorprendida. La noche del sismo, el dueño había pedido a sus trabajadores rescatar todo el material que encontraran de su área de trabajo. Eso lastimó a muchos. Estaban enfocados en buscar a sus compañeros de entre los escombros, ¿quién querría buscar folders?

Trabajaron 15 días más desde casa y, con ayuda de donaciones, se reinstalaron en la Colonia del Valle. Ahí los visitó un tanatólogo. A algunos les hubiera gustado que los jefes acudieran, pero sólo estuvieron los trabajadores.

La primera sesión fue muy dura. Les sacaron palabras sobre la relación que tenían con quienes murieron, nadie mencionó a Rodrigo, pero sí a Joana, la sonriente chica de recursos humanos, o a Don Antonio, que llevaba años ahí. O a Gil y Javier. Y al doctor Benjamín, que tenía un consultorio con un polígrafo en el departamento contiguo. También a Ale, la hija del portero que ese día no fue a la escuela por quedarse a estudiar; a la que, ya muerta, le robaron 32 mil pesos de la tarjeta de débito. Fue tan fuerte aquello, que muchos no acudieron a la segunda sesión.

La tercera nunca se realizó. Los jefes decidieron suspender todo para continuar con la vida. Muchos estuvieron de acuerdo.

Viaducto 106, un edificio que “tiraron” poco a poco
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Odisea solitaria

Una solicitud al Instituto de Ciencias Forenses dice que de Viaducto 106 llegaron ocho fallecidos de entre 23 y 62 años. La investigación registró a diez personas. Rodrigo no fue contemplado en la carpeta de investigación hasta enero, cuando su madre sorprendió a la agente del Ministerio Público, Eunice Pérez Mercado, que llevaba el caso.

—No, no teníamos registrado a ningún Rodrigo— le dijo la funcionaria— De cualquier manera es difícil encontrar responsables en edificios tan viejos, señora. Además, todo es legal: la estética, el espectacular y el uso de oficinas.

Es un misterio el porqué nadie lo incluyó de inicio; como si no hubiera existido. Por eso su madre se aferra a su celular desbloqueado que recuperó, a esas últimas conversaciones esperanzadoras, a las cenizas que conserva en su casa y al acta de nacimiento. Aunque no será suficiente.

Deberá desembolsar 2 mil 500 pesos e ir con sus otros dos hijos, Alan y Diego, ante el Notario Público 127, Francisco Maldonado Ruiz, para que le certifique lo impensable: que es madre de su hijo. Es el documento que le exige la subdirectora de la sucursal 228 de Santander, María Teresa Sánchez, en donde su hijo tenía su cuenta de ahorros y un seguro contra accidentes.

—No, no creo que nos sirva ni el acta notarial (ni antes la de nacimiento, ni la de defunción). No podemos hacer nada porque él no puso a nadie como beneficiario— gruñirá la mujer del banco.

Entonces la señora Arellano tendrá que ir a instancias de gobierno, en Condusef, donde promoverá tres audiencias con los representantes legales de Santander. Tras meses de insistencia, le entregarán un cheque con el dinero de su hijo. Para el seguro contra accidentes habrá que esperar.

Baluher no se hará responsable por la muerte de su trabajador. El dueño la remitirá con el representante de una de las empresas de Sinaloa, Alfredo Aramburo, a quien le mandará los documentos de su hijo vía correo postal exprés. Con él se comunicará varias veces: en noviembre, en diciembre, en enero y, finalmente, en febrero.

No habrá indemnización.

—Buenas noches, señora. Aquí peleando con la aseguradora (AXA), ellos me aseguran que están haciendo todo muy rápido. Los traigo enfadados— le mentiría en la última conversación que tuvieron.

La madre de Rodrigo interpondrá una demanda en junio de 2018 contra los dueños de la empresa, la aseguradora AXA y el Instituto Mexicano del Seguro Social. Mientras, mirará crecer a su nieto: su hijo Alan tuvo un bebé.

¿Qué habrá sido?

Son las 12:23 del 16 de octubre de 2017.

Ha pasado casi un mes desde que Emilio Farah Martínez, de 57 años, vio derrumbarse el edificio que su padre adquirió en 1965. Es ingeniero civil, así que se pregunta qué pudo haber pasado para que el sismo se llevara nueve departamentos y un local en la planta baja que arrendaba. El 7 de septiembre, al ocurrir otro temblor de 8.2, había revisado el edificio sin encontrar una falla o grieta.

Hasta ese día, cuando declara ante las autoridades, pensará que son seis los fallecidos y no diez.

Recordará lo que pasó el 18 de septiembre, un día antes del sismo, cuando vio que en el predio colindante se hacían trabajos de construcción que dejaron a la vista los cimientos de Viaducto 106, pero no sabrá si eso pudo producir el colapso.

Su rostro dirá: “¿Qué habrá sido?”

Será el 30 de enero, un día antes de que Mónica Arellano visite a la agente del Ministerio Público, cuando, en ese mismo lugar, Emilio Farah presente el contrato de arrendamiento de GIM publicidad y el nombre del ingeniero civil a cargo la obra del edificio colindante, la de Torreón 65. Nada más.

No habrá que esperar mucho para la resolución. El 22 de febrero, a las 8 de la noche, el arquitecto Miguel López Bringas, avalado por el ingeniero Máximo César Romero, dará su peritaje al MP basándose en fotos tomadas de los mapas de Google.

“Además de observarse también en esta imagen de Google Earth a un anuncio espectacular colocado en la azotea de este edificio. Esto generó un peso adicional (...) un elemento importante para el colapso del edificio”.

Pese a esas pruebas, la conclusión se irá por otro rumbo seis días después, el 28 de febrero: “Se propone el no ejercicio de la acción penal en la presente carpeta de investigación por el delito de Homicidio-Homicidio culposo”.

Viaducto 106, un edificio que “tiraron” poco a poco
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El umbral

No hay culpables. Para la ley, todo lo ocurrido es casual, una combinación del paso del tiempo y mala suerte.

La investigación dice que la estructura se aferraba a parámetros del pasado, los de su construcción. No importó que, en esa misma resolución, se haya enfatizado que el dueño del edificio nunca aportó un documento sobre las modificaciones que sufrió el inmueble todos estos años. Incluso que presentó papeles de otro lugar. “Tanto la licencia de construcción, solicitud de alineamiento y número oficial, memoria de cálculo y planos arquitectónicos, no corresponden con el edificio que se construyó en Viaducto 106”, acusa el oficio.

Las pruebas de laboratorio simularon el movimiento de seis columnas que tenían una menor capacidad para soportar el peso del edificio (el reglamento de edificaciones de la época proyectaba una aceleración de 24.5 cm/seg2, mucho menor a la registrada en septiembre de 2017, de 190 cm/seg2). Pero sin fotos, sin planos, sin documentos, nunca se consideraron cambios a la estructura original. Sólo se basaron en imágenes de Google.

—¿Dónde sacaron los planos de otro edificio? ¿Quién autorizó así el cambio habitacional a comercial? ¿Por qué no sufrió daños en 1985?— se preguntará Antonio Abud hijo, cuyo padre, el que ideó el proyecto, aún vive.

El hijo también es arquitecto y muestra una fotografía fechada en 1957 que nadie consideró en la investigación. A diferencia de la última imagen registrada en Google, ésta contiene completo un muro que atraviesa verticalmente el inmueble.

—Esa modificación es la causa de su colapso— opinará. Donde otros vieron un establecimiento, Abud hijo verá un muro de carga, una gran pared que daba soporte a la estructura, reemplazada por frágil acero.

—Eso fue suficiente para dejar el edificio inestable ante una eventualidad; a eso le sumas la estructura del anuncio y el terremoto. Ahí está la tragedia— dirá.

La imagen es en blanco y negro. Muestra un edificio para vivir, con balcones y una pequeña puerta al centro que no mide más de un metro de ancho. El umbral que no todos podrán atravesar 60 años después.

Viaducto 106, un edificio que “tiraron” poco a poco
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