Nuevas escenas de violencia, y nuevas escenas de solidaridad. Es verdad que espanta más la primera, y nos recuerda que, por mayor que sea la bondad, basta un rincón de odio para desencadenar locuras, y que cualquiera puede ser su próxima víctima. De ahí se deriva buena parte de su eficacia comunicativa. Pero es verdad, también, que la segunda es la más genuinamente humana, y que vale la pena apostarlo todo por su triunfo. La salvación es una oferta que no se agota. Permitir que resuene la maldad es concederle un poco la victoria a la que aspira. El terror, hoy por hoy, ha sido manipulado tanto por quienes lo promueven como por quienes dicen protegernos de sus amenazas. Pero hay una apuesta más profunda, más real, más contundente, y no puede ser sino la del espíritu. Somos más que miedos. Somos más que odios. El principal peligro es que la invasión de ofensas nos entumezca la conciencia y vuelva imposible la reacción. Eso sí terminaría por ahogar la solidaridad y, más aún, la vida misma. Mientras haya un corazón capaz de responder con amor y compasión, hay esperanza.

Hay violencias que provienen del descuido, de la torpeza y de la inercia. Otras del resentimiento de quien ha sido víctima y reclama justicia, sin saber cómo hacerlo. Otras, aún, de diversos tipos de ambición y envidia. Son, por supuesto, deplorables, y requieren mucho trabajo curativo tanto en lo personal como en lo social. Pero lo más terrible es descubrir que hay odios fomentados gratuitamente, enseñados sin razón y propagados con encono por auténticos maestros del desprecio. Resultados nefastos de la soberbia ciega y estúpida que el ser humano puede cultivar. Es cierto que ante estos ejemplos resulta difícil no interrogarnos sobre el abismo infernal que contiene nuestra especie.

El samaritano, sin embargo, descartado por quienes lo consideran extranjero y hereje, vuelve a ser la figura emblemática que Jesús de Nazaret planteó como paradigma del amor. Su solicitud compasiva y sus acciones efectivas son la prueba de la humanidad por la que Dios ha hecho su apuesta. Descomunal, si reconocemos la complejidad de nuestras propias luchas personales. Pero sin duda atinada, si descubrimos la más auténtica de nuestras aspiraciones. Es posible ante la desgracia ser cercanos y proceder como hermanos. Y este compromiso, en el que de acuerdo con el Evangelio se pone en juego el verdadero éxito o fracaso de nuestra condición humana, no siempre lo cumplen quienes en teoría habrían de hacerlo. Los salteadores de la parábola apenas son esbozados, con la descripción de sus atrocidades. La denuncia profética cae más bien contra los que se consideran a sí mismos buenos, y terminan por ignorar al prójimo que se cruzó por su camino; contra quienes cómodamente desde una sede segura reparten culpas y establecen juicios, por lo general de manera superficial e irresponsable. La cultura, sin embargo, ha triunfado, cuando –como lo hicieron ver las redes sociales tras el atentado de ayer en Barcelona–, a la desquiciada felonía la siguieron largas filas que ofrecían sangre en donación, taxistas que conducían gratuitamente a personas e invitaciones prudentes a no divulgar escenas perturbadoras. Sensatez que demuestra que no todo está perdido.

No es sencillo proteger el corazón del impacto de la maldad. Ahí radica su paradójico poder: en el mismo rechazo a su imperio puede despertar las mismas conductas que promueve. La víctima fácilmente reproduce el esquema del odio. El veneno ácido instalado en el alma destruye aún más profundamente a la misma víctima. Pero ya nos hemos dado cuenta, y podemos, por lo tanto, respaldar la victoria de la paz procurando la afirmación de la vida. Ayer lo lograron en los medios, multiplicando imágenes simpáticas de pequeños gatos. No es puerilidad. Es salvar nuestra humanidad con espíritu de niños.
 


Foto: Vincent van Gogh, El buen samaritano

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