Una vez más un hombre blanco, sin mayor agenda o motivo que el de sus agravios y resentimientos personales, deja a su paso una estela de muerte y horror en EU. Las preguntas y cuestionamientos de costumbre por la facilidad para comprar, transportar y comprar armas, por la obcecación de quienes defienden la Segunda Enmienda como un artículo de fe, por el pánico que la clase política le tiene al poderío del lobby más poderoso, el de la industria que coloquial y engañosamente se llama “del rifle”, como si defendiera el derecho a utilizar armamento para la caza, cuando lo que promueve es la venta y uso de herramientas diseñadas para la guerra moderna.

Una vez más el presidente, gobernadores, legisladores y líderes políticos y sociales se enredan y tropiezan con sus propias palabras, con sus contradicciones, con su doble o triple moral. No saben como denunciar un hecho tan terrible sin llevarse entre las patas a la National Rifle Association, la tan temida NRA. No encuentran la cuadratura más básica y elemental: el acceso casi irrestricto a armas de asalto, propias del campo de batalla, prácticamente garantiza que caigan eventualmente en manos de personas inestables o enfermas, o de menores de edad, de niños incluso. La barbarie está hoy al alcance de la mano y no hay argumento capaz de transformar una realidad que, por terrible que sea hoy en día, bien puede llegar a tomar niveles de pesadilla.

El fenómeno, lejos de reducirse, va en aumento. Si de acuerdo con cifras oficiales (Center for Disease Control and Prevention) en el año de 2015 hubo poco más de 34 mil muertes por rama de fuego, la cifra de 2016 superó las 38 mil. El repunte de asesinatos con arma de fuego es similar, de 9 mil 600 a 11 mil en los mismos años. Y en vez de agudizarse los controles para cuando menos limitar el acceso a armas de fuego a individuos con padecimientos mentales, la tendencia es al contrario. Cada vez es más sencillo, incluso para quienes no sólo han sido diagnosticados oficialmente, sino incluso para individuos que han sido consignados por incidentes violentos, como es el caso del más reciente ataque, en la iglesia del pequeño poblado de Sutherland, en Texas.

Por si fuera poca cosa la violencia, el uso propagandístico de estos acontecimientos se vuelve francamente escandaloso. Basta ver la doble vara que usa el presidente de Estados Unidos para referirse a las masacres de Las Vegas, de Nueva York y de Sutherland. La furia presidencial está reservada para inmigrantes y/o musulmanes. Si se trata de hombres blancos y anglosajones el asunto se vuelve menor. Y qué decir de los fabricantes de Fake News, que al poco rato de la matanza de Sutherland ya difundían la falsedad de que el asesino sería militante de los movimientos antifascistas, o Anti Fa, que se han multiplicado a raíz de la llegada al poder de Donald Trump. Cómo todos ya sabemos ese no fue el caso y el asesinato masivo pudo haber sido evitado con controles bastante elementales, que fallaron nada menos que en las mismas fuerzas armadas estadounidenses, que no supieron reportar a tiempo su historial de desórdenes mentales y violencia.

La iglesia en manos de Lutero, dirían los clásicos.

Posdata: Prácticamente desapercibido paso ayer el Centenario de la llamada Revolución de Octubre, esa que puso fin a la época de los zares e inauguró en la antigua Rusia y sus dominios no sólo una nueva nación, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas , sino el sueño de un nuevo sistema político y económico más humano y más justo.

Cien años después podemos decir que fue sólo eso, un sueño que nunca se convirtió en realidad. La Revolución Rusa y el comunismo están hoy muertos para todos efectos prácticos, asesinados por los dogmáticos y los burócratas que fueron, al final, sus sepultureros.

Los que no han muerto son los sueños de grandeza de Rusia. El zar moderno, Vladimir Putin, busca restaurarla.

Analista político y comunicador

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