“La verdad está en marcha y nada la detendrá -escribió Émile Zola en Yo Acuso-, cuando se entierra la verdad, la verdad se concentra, adquiere tal fuerza explosiva que, el día en que salta, hace volar todo con ella”. El pavoroso huracán que azotó la ciudad de Acapulco, sus alrededores y varios municipios vecinos está poniendo en los ojos del país y el mundo entero, la realidad de la clase trabajadora en México y, todavía, va a seguir llamando su atención de manera que durante muchos años no habrá manera ni de ignorarla ni de olvidarla. Servirá de lección terrible para todos los que viven de su trabajo.

A los tres días de la desgracia, la mayoría de los noticieros y los despachos de prensa muestran los grandes hoteles destrozados. No quedó ni un vidrio, en las habitaciones sólo se ve un amasijo de telas empapadas, los muebles hechos pedazos, imposible volver a dormir ahí. En la calle, coches destruidos, amontonados con otros, miles de postes tirados y atravesados, estructuras metálicas, láminas, árboles y ramas impiden el paso; anuncios, letreros, semáforos, avisos de tráfico. Todo está tirado, todo. Nada hay en pie. La destrucción total. Todo Acapulco está destrozado.

¿Todo? Pero si poco o nada han aparecido los centenares de miles de modestísimas viviendas de las que no ha quedado más que un montón de escombros y las que no se cayeron están inhabitables, ni los seres humanos que todos los días y todas las noches le daban vida a todo lo necesario y hasta a lo superfluo para los millones que llegaban a pasear y a divertirse. ¿Dónde están los trabajadores y empleados? ¿Por qué son más protagónicos los edificios, los medios de producción muertos (ya desde antes del huracán) que los hombres y mujeres vivos que les dan vida con la suya propia? En el mundo del capital, el trabajo muerto domina al trabajo vivo, dijo el genial Carlos Marx y, aquí y ahora, nunca fue tan verdadero.

Poco aparecen en las noticias los cerros, las laderas, los llanos que no están frente al mar, los pueblos y las rancherías en los que mal vive desde hace muchos años la clase trabajadora de Acapulco. El huracán entró con furia especial a la zona al amanecer del miércoles; los que cobran su raya los sábados, ¿la cobraron el sábado siguiente? ¿La van a cobrar el lunes? ¿El martes? La verdad azota en la cara: no la van a cobrar nunca. Y nunca es nunca. Los capitales ávidos de ganancia, volarán en busca de mejores oportunidades y, como lo marcan las leyes económicas del funcionamiento y mantenimiento del modo de producción capitalista, quien vende su fuerza de trabajo, la vende por su valor, por el valor de los bienes y servicios que necesita para vivir y reproducirse, nada más. Por tanto, en el precio de la venta, en el salario, no está considerado nunca ningún, absolutamente ningún ahorro porque el trabajador se emplearía a sí mismo, aunque fuera vendiendo tamales y eso mataría al capital que lo necesita, lo exige, siempre disponible y dócil.

La clase trabajadora, por tanto, no tiene ahorros, ¿De qué van a vivir los que ya no recibieron su salario? El hambre, la sed y la desesperación están ya en Acapulco y crecerán más muy pronto. Si se calcula que en el maravilloso puerto turístico del Pacífico vive un millón de personas (que pronto serán menos porque se marcharán con su miseria y su sufrimiento a cuestas), no creo que sea una exageración afirmar que, al menos, 800 mil pertenecen a la clase trabajadora, considerando también a los del llamado eufemísticamente “empleo informal”, se trataría entonces, realistamente, en efecto, de 800 mil personas sin ningún ingreso, sin comida, sin agua, sin casa y sin luz. Un infierno gigantesco.

Denuncio ante todos los pobres del país y los hombres y las mujeres buenas, la burda embestida de prensa que asegura que “ya salieron”, “que ya van para allá”, las despensas que van a resolver los problemas en Acapulco. Nada efectivo, como no sea la propaganda de un viaje teatral que acabó en ridículo mundial, está operando el gobierno de Andrés Manuel López Obrador por atender y resolver el inmenso, increíble sufrimiento de los trabajadores de Acapulco y sus alrededores. ¡Alerta! Cuidado con las declaraciones analgésicas del presidente y sus empleados. No a la burla.

¿Ya se habrá calculado en serio cuántas despensas y cuántos transportes se necesitan para alimentar a 800 mil mexicanos durante quién sabe cuánto tiempo, hasta que puedan empezar nuevamente a recibir salarios cada semana? Seguramente que no se ha calculado nada de eso, estamos ante una monumental y despreciable campaña propagandística para ocultar el hambre, la sed, las enfermedades, el sufrimiento indecible que ya padece y que se incrementará con el paso de los días, la clase trabajadora de Acapulco y sus alrededores.

Ocuparon también mucho espacio y tiempo en los medios de comunicación, los informes y las filmaciones sobre el robo de mercancías de tiendas y almacenes. Esas insistentes notas y videos que muchas veces ignoran la desesperación, tienen como propósito ensuciar la imagen de quienes hasta el martes 24 de octubre, no sólo hacían funcionar todo el aparato turístico y garantizaban la diversión y el esparcimiento de millones de turistas cada año y hasta los excesos de algunos, sino que engordaban escandalosamente los bolsillos de los poderosos dueños, mexicanos y extranjeros, de los enormes negocios instalados para obtener a diario inmensas ganancias. Ojo: Los quieren presentar ante el mundo como peligrosos criminales para evitar que conquisten simpatías cuando protesten por las privaciones y el escándalo de su sufrimiento y, peor aún, para que no conmuevan a nadie cuando empiecen a morir de hambre y enfermedades. Es, pues, otra manera de aplastarlos ahora que ya no los necesitan.

Pillaje, sí, de artículos de primera necesidad. A riesgo de que me acusen de apología del delito, paso a decir la verdad: ¿Querían que se quedaran sin dar de comer nada a sus hijos pequeños o comer algo ellos mismos sólo contemplando desde la banqueta las tiendas llenas? Pero no sólo eso, algunos reporteros y algunos opinadores, se centraron en exhibir a los que no se llevaban artículos de primera necesidad, sino artículos costosos y de lujo. Cabe decir a todo el que lo quiera saber, que ese tipo de artículos se los llevaban sujetos en camionetas que no son precisamente los vehículos en los que se mueven los trabajadores para asistir a su trabajo. Pero, en última instancia, cualquier persona, más o menos racional, que no anteponga su ideología de clase por encima de la realidad, tendría que reconocer lo siguiente ¿no ha habido desde hace por lo menos cien años una arrasadora campaña publicitaria que incita y excita a la población a consumir frenéticamente lo que no necesita? Pues ahí tienen algunos de sus resultados.

“Agrio está el mundo”, escribió Alfonsina Storni. Consternados estábamos con los asesinatos impunes de hombres y mujeres de origen y lengua rusas en la región del Donbass por parte de bandas armadas pagadas por los oligarcas ucranianos y sus patrones de Washington que ambicionaban sus recursos naturales; sobrecogidos veíamos a los niños palestinos quemados y muertos con fósforo blanco y a sus padres y madres como autómatas llevarlos en brazos por obra de los agentes sionistas del imperialismo, cuando un enorme fenómeno natural, perfectamente predecible, destapó la fragilidad de las casas, lo abrupto y peligroso del terreno en el que viven, la debilidad por el hambre permanente y las enfermedades, la carencia absoluta de dinero ahorrado para vivir sin salario, de una parte respetable y entrañable de la clase obrera mexicana. Quienes siempre los explotaron y su Estado, no acudirán en su auxilio. Sólo, como siempre, sus hermanos de clase, aunque Andrés Manuel López Obrador no quiera. El aterrador sufrimiento sólo acaba de comenzar.

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