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Ocasionalmente Hollywood se arriesga en proyectos no tan comerciales intentando recuperar su vieja vocación social.

Busca con ello equilibrar el abuso de superhéroes y no perder público adulto. Elige personajes cotidianos que despierten emoción, como Roman J. Israel, Esq., un hombre con principios (2017; ¿qué tanto costaba traducir Esq. como Lic.?), segundo largometraje del guionista-director Dan Gilroy, que presenta la singular personalidad medio pasada de moda, medio idealista del protagonista (interpretado con tal vez demasiados tics por Denzel Washington), abogado al que se le presenta la circunstancia de cometer o no una falta ética.

La ambigüedad de la historia se decanta por dos vertientes. La primera es el detallado retrato de Roman, su vocación por defender a los que nadie quiere defender y su escasa habilidad social. Lo confirma su relación tanto con Maya (Carmen Ejogo) como con su nuevo jefe del despacho legal George (Colin Farrell).

La segunda vertiente es el tema criminal en que se involucra Roman, y que supuestamente le da más vida y acción a la cinta. El error fundamental de Gilroy es que la personalidad de Roman bastaba para hacer una cinta donde abundaran interesantes apuntes sobre el sistema judicial o la sociedad estadounidenses, como lo demuestra la secuencia cuando se presenta con el grupo al que Maya le pide asesorar; el personaje habría funcionado mejor como el anacronismo que pretende ser y cuyos ideales extravía. Con los apuntes sociales Gilroy habría logrado un filme que no requería algo policial.

Esta segunda, no del todo plausible vertiente del filme, no es mala. Pero reitera ciertos lugares comunes vistos en otras películas con temática legal. Así pues, se queda a medio camino entre el pertinente filme social y el policial convencional.

Existen películas que proponen hacer una relectura de viejos temas y no lo logran del todo. Ejemplo: Operación Red Sparrow (2018; ¿qué tanto costaba traducir correctamente Gorrión rojo?), séptimo largometraje del austriaco Francis Lawrence, que manifiesta nostalgia por la guerra fría —se basa en la novela homónima de Jason Matthews, ex agente de la CIA—, y presenta una escuela de agentes rusos que convierte a sus egresados, instruidos en artes de la seducción, en máquinas de matar.

Se supone que algo de real hay en el tema (e ideal para este momento en que se reactivó la tensión EU-Rusia), pero la adaptación de Justin Haythe aborda las partes más novelescas del libro; conserva lo explícito y medio perverso de los juegos mentales y sexuales que aprende la bailarina caída en desgracia Dominika (Jennifer Lawrence, gélida, casi inexpresiva, con falso acento ruso), quien es forzada por su medio escalofriante tío Vanya (Matthias Schoenaerts) a someterse a la Matrona (Charlotte Rampling), para acabar ostentando habilidades sexuales e involucrarse así con el agente de la CIA Nash (Joel Edgerton).

El tema, con su erotizada faceta, incluye suficientes peripecias e intriga para resultar una cinta entretenida. La foto de Jo Willems ayuda a que sea visualmente agradable el raro ámbito. Buena parte de este resultado se nota dramáticamente plano.

Lawrence se esmera innecesariamente en hacer un vehículo estelar para su protagonista, haciendo a un lado el valioso trasfondo reactivado de la guerra fría. Propone un filme estilo James Bond y, a la vez, uno de espías tradicionales a la John Frankenheimer. No acierta en esta mezcla.

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