A finales de julio de 2004, la campaña de John Kerry, candidato demócrata a la presidencia de Estados Unidos, invitó a dar el discurso principal de la convención del partido en Boston a un novel aspirante al Senado por el estado de Illinois. El político en cuestión parecía poco preparado para semejante responsabilidad. Desconocido más allá de la política local de Chicago, jamás había ganado una elección a un cargo federal. De hecho, apenas cuatro años antes, después de fracasar en su intento por llegar a la Cámara de Representantes, el joven de Chicago ni siquiera había logrado conseguir boletos para el interior del Staples Center de Los Ángeles, donde se había celebrado la convención demócrata previa. Su ascenso se antojaba, por decir lo menos, improbable.

Barack Obama tardó muy poco en convencer al mundo de su potencial. Su discurso de la noche del 27 de julio en la arena FleetCenter de Boston se convertiría en un hito de la historia política de Estados Unidos. Tuve la suerte de estar ahí. Recuerdo el silencio reverencial que acompañó las palabras de Obama, que tenía entonces 42 años de edad. Orador extraordinario, hablaba con una cadencia musical. Pero no era solo un asunto de forma. El discurso estaba escrito de manera exquisita, combinando una sutil comprensión de las distintas heridas estadounidenses y una oferta, contundente desde el primer momento, de un futuro esperanzador, en el que las fracturas atávicas resultaran franqueables para dar paso a una época de renovada fraternidad. Era como si, de la nada, aquel joven afroamericano, hijo de un keniano “negro como la oscuridad” y una mujer de Kansas “blanca como la leche”, pretendiera encarnar la posibilidad misma de la reconciliación. De ese calibre era su optimismo.

El resto es historia. Apenas cuatro meses más tarde, Obama ganaría su sitio en el Senado. Una vez en Washington, consciente del poder de su mensaje, comenzó a buscar la presidencia. En la primavera de 2008, contra todo pronóstico y después de vencer a la favorita Hillary Clinton, se haría de la candidatura de su partido. En noviembre ganaría la presidencia. Habían pasado solo cuatro años desde el discurso de Boston.

Permítame el lector una anécdota personal. Conocí finalmente a Barack Obama en julio de 2013 cuando fui convocado a Washington, junto con otros tres periodistas, para entrevistarlo sobre la batalla legislativa en busca de una reforma migratoria. Más allá del privilegio del escenario —ver dos sillas en el centro del salón azul de la Casa Blanca, una para el periodista y otra para el presidente, no es cualquier cosa— la experiencia de compartir unos minutos con Obama me reveló, creo, la clave de su peculiar magnetismo. El ambiente que rodea al presidente de EU es de una tensión por momentos abrumadora. Entre las prisas, el afán de control y la seguridad férrea, es complicado mantener el sosiego en la víspera de la entrevista. Obama, en cambio, es una presencia sedante, incluso reconfortante. Recuerdo como si fuera ayer su saludo relajado, casi informal. Hay una suerte de calma sobrehumana en el personaje. Y aunque no me hago ilusiones sobre la honestidad de político alguno, percibí en Obama una evidente rectitud, una empatía genuina. Sentí que hablaba con un estadista y, quizá más importante, con un tipo sabio.

No fue, claro está, un presidente perfecto. Su talante sosegado y su resistencia al conflicto lo llevaron a rehuir confrontaciones necesarias, por ejemplo en Siria, gran drama humanitario de nuestros tiempos. Su falta de experiencia lo condujo a otorgar concesiones improductivas, sobre todo frente a republicanos, obsesionados de inicio con obstruirlo y, sí, destruirlo políticamente. Obama le quedó a deber a la comunidad hispana: su estrategia punitiva de deportación —especialmente severa en los primeros años— resulta imperdonable (aunque pueda explicarse como un intento de convencer a los republicanos de su firmeza en materia migratoria para luego tratar de negociar una reforma: ingenuidad pura). En términos generales, sospecho que confió demasiado en el poder seductor de su propio mito.

Pero nada de eso merma sus virtudes. Fue un presidente de conducta ética ejemplar. Es imposible recordar un solo escándalo, un solo pecadillo o traspiés, un solo bochorno en ocho años en la Casa Blanca; ni suyo, ni de su luminosa mujer, ni de sus hijas. Nada de las sensiblerías de Jimmy Carter, las simplificaciones chovinistas de Reagan, los balbuceos de Bush padre, las vergüenzas morales de Clinton o la ignorancia bobalicona y peligrosa de George W. Bush. Obama fue siempre el mismo dignísimo hombre ilustrado y noble, un presidente a la altura del cargo: un verdadero ejemplo. Se dice fácil.

Algunos días antes del fin de su mandato, platicó, para el notable podcast The Axe Files, con su amigo y antiguo estratega en jefe, David Axelrod. Axelrod le preguntó a su viejo amigo qué pensaba hacer después de dejar la presidencia. Obama respondió con mayor pausa de lo acostumbrado. “Necesito estar en silencio por un tiempo”, dijo. “Y no me refiero a la política, sino internamente. Tengo que darme quietud”. Es improbable que Obama logre alcanzar la calma cuando habrá tormenta en el mar entero. Algo me dice que, más temprano que tarde, volverá para convencer de la profunda relevancia de aquel mensaje de reconciliación que acuñó hace ya 13 años. Mientras tanto, lo vamos a extrañar.

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