Ningún sector social es ajeno a la circunstancia actual que se viven en nuestro país, donde la palabra crisis —entre otras— se ha vuelto de uso común por más de medio siglo.

El reciente y desproporcionado aumento en las gasolinas, producto indispensable, ha generado alzas que comienzan a resentirse.

El descontento social que se ha ido incrementando en varias regiones del país se ha manifestado en movilizaciones, bloqueos carreteros, bloqueos de expendios de gasolina y saqueos de estos y de centros comerciales.

¿Cómo conectar todo esto? En primer lugar y desde el ámbito criminológico, las políticas públicas han apostado por el control social secundario a través de técnicas de vigilancia (big brother), abuso del uso de la prisión, militarización de la seguridad pública e incremento de penas. Esta ansia de contrología (Hayward), deja de lado el interés científico y político de atender las causas de la criminalidad, eje condicionante de la política criminal.

En segundo lugar, las políticas económicas se encuentran desligadas de una visión de prevención de la violencia y de la criminalidad, pues atienden a factores netamente macroeconómicos y por ello se reconocen como “dolorosas pero necesarias” y sus efectos sociales se asumen con la idea de que las reacciones negativas se desvanecerán con el tiempo o con distractores.

En tercer lugar, la sociedad mexicana no tiene una larga tradición en cuanto a expresiones cívicas de rechazo ni de resistencia civil como ocurre en otras sociedades. Un ejemplo de ello es que actos de violencia incluso contra agentes del Estado provoca movilizaciones de rechazo, mientras que en nuestro margen, aquéllos son cuota ordinaria de nuestras vidas y, por tanto, los hemos normalizado.

Esto conlleva a que las expresiones de descontento deriven en conductas antisociales que no son otra cosa que pulsiones fomentadas por la exclusión socioeconómica y la fuerte carga de aspiración que impone una sociedad de consumo.

La imagen de una persona cargando un televisor durante saqueos por falta de comestibles (Venezuela) o por el incremento a la gasolina (México) no debe ser vista de forma aislada, pues ello impedirá conectar el hecho con la causa.

Estamos ante la presencia del simbolismo del crimen, el cual representa (que no justifica) la reacción social de sectores que interpretan el disturbio como la ocasión perfecta para cometer hechos que interiorizan como reinvindicativos y hasta insurgentes, ante un ambiente marcado por la corrupción y privilegios de los gobernantes.

Esos grupos y actores sociales no nacieron hoy, existen desde hace décadas y lo mismo son los excluidos que los organizados. Entre estos se encuentran a los que se identifican como los que viven del delito (Newman) y que aprovechan el caos para garantizar su impunidad.

No son infiltrados: son los integrados de siempre. El descontento social hace que todo se conecte.

Las respuestas de los Estados han sido como siempre el empleo del poder punitivo: detención en flagrancia, imputación de delitos de prisión preventiva oficiosa y a llenar los sobrepoblados Centros de Readaptación Social. Se suma un problema social de excluidos a recluidos.

La respuesta de los medios de comunicación será la criminología mediática (Zaffaroni): Hacer visibles a los invisibles para estigmatizarlos. El uso del Derecho Penal es la última ratio. Nada justifica el delito. Pero entender su causas podría llevar a la clase política a anticipar las consecuencias de sus decisiones. De esta manera nos evitaríamos las escenas y conflictos que seguiremos viviendo en los próximos días.

Especialista en seguridad

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