No he leído una versión más clara sobre la génesis del fenómeno Juan Gabriel, que la que radica en la crónica célebre que Carlos Monsiváis dedicó a este compositor y cantante en Escenas de pudor y liviandad. Tras su debut profesional en 1971, relata Monsiváis, Juan Gabriel enfrenta la intolerancia de padres y madres y novios:

—¿Pero cómo puede gustarte este tipo?

—Muy mis gustos.

Las quinceañeras, sin embargo, “lo adoptan y lo adoran, si el verbo adorar describe de forma adecuada la compra de discos”. Tras torrentes de llamadas a la estación de radio, tras la proliferación de suspiros y de posters y de clubes de fans, “a las madres se les desarrollan hábitos que muy pronto dejan de ser clandestinos”: con ayuda de la prensa, la radio y sobre todo de la televisión, el nombre de Juan Gabriel se impone en las conversaciones —le ayuda mucho ser “un joven amanerado al que atribuyen indecibles escándalos”— y se hace familiar incluso en los sitios más apartados.

El momento epifánico de la consagración, según Monsiváis, ocurre en el momento en que “el inflexible paterfamilias se descubre una mañana tarareando: ‘En esta primavera / será tu regalo un ramo de rosas. / Te llevaré a la playa, te besaré en el mar / y muchas otras cosas más’”.

El relato puede no ser exacto, pero reproduce las estaciones del culto que acompañó a Juan Gabriel durante los siguientes 45 años: de la mofa y el repudio, a la aceptación inconsciente; de la aparición de canciones buenas para modular la tristeza o el relajo (el clima anímico de la noche), al ingreso por aclamación al Olimpo donde sólo moran los grandes: Pedro, Javier, Agustín, José Alfredo. ¿Existe en México un solo domicilio en el que no haya al menos un disco grabado por el Divo de Juárez?

Estoy seguro de que veremos un funeral masivo, semejante al que tuvo en 1957, luego del avionazo, el ídolo Pedro Infante.

Para mi generación, las canciones de Juan Gabriel son un telón de fondo: el centro secreto de nuestras vidas. En la sala de mi casa había una Stromberg-Carlson de bulbos. Eran los tiempos de “Combate”, “Misión imposible” y “El agente de Cipol”, pero mi familia sólo estaba interesada en “El amor tiene cara de mujer” y desde luego, en “Siempre en domingo”, un programa eterno en el que la prolongación de la tortura era anunciada por la frase: “Aún hay más”.

Fue ahí donde sucedió el milagro. En esos años la canción popular mexicana se hallaba en el abismo. El rock era el idioma juvenil, y la llamada “ola inglesa” era su profeta. Las canciones en español estaban desprestigiadas: todos cantaban cosas que no entendían. La radio había prescindido de la programación en vivo y se limitaba a reproducir discos y comerciales: “Radio Capital, la discoteca de la gente joven”.

La televisión explotó esta debilidad. En un estudio de Televisa se forjó el espacio más significativo para el relanzamiento de una nueva era de la música popular. Ese espacio era (me duele escribirlo) mi odiado “Siempre en domingo”.

Monsiváis afirma que Agustín Lara inculcó en la sensibilidad del mexicano el deber de ser romántico “sin llevarse más nada que un beso violento, travieso, amargo y dulzón”. Si la broma es exacta, el terreno estaba abonado para la llegada de un segundo empuje del romanticismo. En 1970-1971 la televisión consagró, simultáneamente, a José José y Juan Gabriel.

No se ha estudiado a profundidad el sacudimiento musical que ocurrió en esos años. Pero la música popular no ha vuelto a ser tan popular como lo fue entonces. Raphael, Leo Dan, Armando Manzanero, Gualberto Castro, Julio Iglesias, Estrellita, Sandro de América, José María Napoleón, María del Rayo y Los Gatos Salvajes, Camilo Sesto, Roberto Carlos.

La televisión lanzaba un cantante y la radio reproducía sus canciones hasta el infinito. Los setenta construyeron de ese modo una sensibilidad cuyo rey indiscutible fue Juan Gabriel porque, mientras muchos de los arriba citados pasaron de moda, o dejaron de cantar, o bien de ser cantados —o se hundieron simplemente en la oscuridad (el otro grande, José José, perdió hace tiempo la voz)—, Juan Gabriel se erigió en “un convenio multigeneracional”, en “una institución fija en la memoria colectiva”, en una “metafísica para las masas” —las condiciones del ídolo—, cuya apoteosis se sostuvo de principio a fin.

Hemos perdido una voz que constituyó el telón de fondo de nuestras vidas. Así se acaban las épocas. El tiempo se convierte en polvo, en sombra, en nada.

@hdemauleon demauleon@hotmail.com

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