¿Con qué escriben ustedes? —les preguntó George Orwell a Bertolt Brecht y a Elizabeth Bishop.

De pie en el marco de baldosas azules de la alberca de una mansión en Palm Springs —la mansión del cantante Frank Sinatra—, conversaban entre el cielo y el piso ardientes, ellos en sandalias de hule, trajes de baño y lentes negros.

—Con el cerebro —dijo Orwell. —¿Y tú?

—Con el hígado —dijo Brecht. —¿Y tú?

—Con el corazón —dijo ella.

Por eso, pasados los años en que los tres se amistaron en California, no les extrañó a Brecht ni a Orwell saber que la Bishop estaba enviando cartas de amor.

Lo que les extrañó es que fueran tantas y enviadas a tantas direcciones, no a una persona en particular.

—Enloqueció —dijo Orwell a Brecht.

Cada uno ante un vaso de whisky con hielos, a una mesa al aire libre de un café de Londres.

—Es el dolor por la novia brasileña, que se suicidó —dijo Brecht.

—Pobre Elizabeth —dijo Orwell.

La verdad era otra.

Luego del suicidio de Lota, la Bishop se había cambiado a una casita en el campo, lejos del ajetreo de la ciudad, y después de un invierno y una primavera desolados, estaba más feliz que nunca: con el corazón enteramente repuesto, cálido como el sol de sus largas caminatas diarias y latiendo en orden.

Y desde esa lucidez que da la felicidad, había decidido copiar la estrategia del tulipán de su jardín.

El tulipán centenario, alto como una catedral, frondoso y con flores rojas, para reproducirse no lanzaba al viento 5 semillas: cada soplo que lo envolvía, lo dejaba llevándose no menos que 2 000 semillas: una nube de semillas que se esparcía en distintas direcciones...

De las 2 000 semillas, según la Bishop había indagado en sus largos paseos, alrededor de 400 caían sobre rocas duras y calientes.

600 se iban en la superficie del río helado.

800 más se desperdiciaban sobre el camino de grava roja que llevaba de la casa al centro del pueblo.

Solamente alrededor de 200 caían en una zona más o menos fértil. La pradera de pasto o la tierra negra del bosque.

Y de esas 200 semillas, solo 3 o 4 se hundían en la tierra entre los pastos o en la tierra negra del bosque, e iban soltando raíces delgadas como cabellos blancos, hacia abajo, y un filamento blanco y grueso como un palillo, hacia arriba.

3 o 4 árboles nacían por cada 2 000 semillas.

No está nada mal, pensó una tarde la Bishop, y se puso a escribir cartas de amor. No 2 000 cartas. Solo 18. Porque no quería 3 o 4 amores nuevos. Se conformaba con 2, para elegir entre ellos luego 1 solo.

Le escribió a un crítico de Cambridge, que la había tratado en sus críticas de manera especialmente amable.

Le escribió a un pintor de Oaxaca, cuyos óleos la llenaban de una alegría pura.

Le escribió a una ex alumna que vivía en Perú, indagando la literatura quechua.

Le escribió a Brasil a la ex novia de su ex novia.

Le escribió a un marinero, con quién una noche muy larga, se bebió toda una botella de ron en un bar de jazz en Chicago.

Cuando le explicó a Brecht su estrategia de lograr la abundancia a través del derroche, el dramaturgo comunista sorpresivamente la regañó por su deslealtad al Mito del Amor Verdadero.

—No Bishop: dos amores no pueden existir al mismo tiempo. Existe uno, a un tiempo, irresistible, si no, no es un amor verdadero. Es ninfomanía.

Se tomaron el resto del whisky de una botella, mientras hablaban con un resentimiento secreto de otras cosas, que a ninguno le importaban.

Otra cosa exquisita que descubrió la Bishop en ese periodo largo y feliz de su estancia en el campo, y de nuevo sobre el lujoso desperdicio con que la Naturaleza vive, se refería a las ardillas.

Observó que las ardillas, luego que arrancaban de los pinos de su jardín las bellotas, y se las llevaban entre las dos manos corriendo por las altas avenidas de las ramas y los hilos de luz, las enterraban en el piso negro del bosque.

Pasado el tiempo, cuando las buscaban para comérselas, raramente daban con los sitios donde las habían escondido. Rescataban alrededor de 2 bellotas por cada 12 que habían enterrado, las muy bobas.

Y gracias a ello, habían nacido en el bosque nuevos pinos.

—Pues estás equivocado tú— le soltó de pronto la Bishop a Brecht aquella noche de los whiskies, en la sala de su casa en el campo. —Hay que desperdiciar mucho para que la abundancia bendiga tu entorno con su exceso.

—No, mujer —alzó la voz el dramaturgo—, hay que matar al sistema capitalista, donde algunos acumulan lo que le pertenece a los muchos.

—Estamos hablando de lo mismo —dijo ella, la voz densa y lenta que estila la embriaguez. —Estamos hablando de derrumbar la pirámide del poder. Sólo que yo decidí vivir en la utopía sin esperar a que todos vivan en ella.

—La vida es lucha –se citó Brecht a sí mismo .

—Para los necios. Para los dóciles, la vida es placer.

—Bishop, desengáñate: somos gregarios, y por tanto vivir la utopía en solitario es imposible.

—¿Quién vive en solitario? —le espetó ella. —Yo vivo entre ardillas y tulipanes y pinos y otras especies más sabias que tú, maldito alemán.

Tocaron a la puerta de la sala, y eso los salvó de proseguir el duelo verbal.

Y la ex alumna de la facultad de letras, una treintañera de piel blanca y ojos negros, en un vestido estampado con flores rojas, llegó a sentarse a la mesa con ellos.

—Hola ardilla —le sonrió la Bishop.

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