–Las niñas estamos mejor hechas que los niños —dijo la pequeña Ema.

Su cabeza con trenzas y ojos grandes apenas sobresalía de la mesa en la que su papá jugaba dominó con sus cuates.

—¿Te digo por qué? Porque los niños traen un frutero de tripas entre las piernas.

Se rieron los jugadores de dominó, y el papá de Ema se sintió orgulloso de su nena, precoz y opinionated, como decían los gringos: con sus propias ideas.

Para eso, para que fuera libre y valiente su única hija, él había cruzado la frontera con ella en brazos, y había llegado a instalarse en San Francisco.

Le empezó a preocupar la valentía de Ema cuando se negó a ponerse el vestido de holanes de quinceañera.

—Ni muerta —dijo. —Parece un pastel de crema chantillí.

—Es nuestra tradición —se enojó Gustavo, sus ojos en los ojos de la adolescente de pelo negro y corto, con un tatuaje de la Virgen de Guadalupe en el cuello, bajo la oreja derecha.

Pero no hubo forma de meterla en el vestido de holanes, y en la fiesta para las quinceañeras del barrio mexa-mericano de San Pancho (así llamaban a San Francisco por esos lares latinos), Ema se apersonó en un smoking rentado y con el pelo corto engominado hacia atrás.

Toda la noche anduvo bailando muy galante con las quinceañeras de los vestidos de holanes, rosas, morados, verde limón, moviéndose del abrazo de una al de otra, soplándoles al oído palabritas que las hacían reír y echar la cabeza hacia atrás, mientras su padre, Gustavo, en una mesa arrinconada del salón, se bebía una tras otra 12 latas de cerveza Indio.

—Papi, soy gay —le dijo en la madrugada Ema a su papá.

Caminaban hombro a hombro rumbo a su departamento, instalado sobre un supermercado vegetariano.

—¿A poco? —fingió él sorpresa.

Ema ya era universitaria, la primera Galván en rebasar la secundaria, y se vestía como un muchacho, en vaqueros, camisetas, chamarras deportivas, botas de minero, cuando fue a buscar a Gustavo en el McDonald’s donde trabajaba, agarrada de la mano de su novia. Una gringa güera con bigotes y piochita güeros.

Una vez que los 3 estuvieron sentados a una mesa de formica del McDonald’s vacío, Ema le explicó a su padre:

—Margaret está cruzando a ser hombre.

—¿Perdón? —se alarmó Gustavo.

—Así que llámala Margarito por favor —pidió Ema. —Tendrá frutero y todo, papá. Yo en cambio, solo voy a seguir siendo travesti.

—Uta madre —murmuró Gustavo.

—Y te aviso algo que te dará gusto. Nos vamos a casar.

—Ah no, desgraciada —se soliviantó el padre—. Eso es ya demasiada locura. Si eres gay, ¿por qué te vas a casar con un hombre, además un hombre de a mentiras?

Se levantó de la mesa y retomó su
trapeador.

Trapeó todo el piso del McDonald’s vacío, humillado e indignado. Había contado con que su hija lesbiana al menos le daría un nieto normal, y la línea de los Galván se enderezaría. Lágrimas saladas gotearon desde sus mejillas a la jerga empapada en agua jabonosa.

Con todo, Gustavo se presentó a la boda de su hij@ Em@ Galván con Margarito Wellington (así los nombraba la invitación).

Fue en su único traje, que era negro, y con una camisa negra, y así apareció en cada foto, a un lado de sus consuegros pecosos y güeros, a un lado de la pareja de casados, a un lado del juez civil, y el vestuario mortuorio no era una distracción: para él aquella larga ceremonia fue la del entierro de su nieto no nacido todavía, y del resto de toda su posible descendencia.

En eso se equivocó Gustavo. Em@ se embarazó al año siguiente.

—¿De quién es el niño? —le preguntó él, feliz a la mesa esquinada del McDonald’s.

—De Margarito, ¿cómo que de quién?

—Órale —chasqueó la lengua Gustavo.

—O de ésta —le sonrió Em@, y se tocó con el índice el tatuaje de la Virgen bajo la oreja derecha.

El pelo de Gustavo ya era blanco el día en que su hij@ en serio lo confundió.

Caminaban lado a lado, por la playa, los 4 Galván: su hij@ Em@, su nieto Tavo, el Margarito y él, en pantalones cortos y playeras, los 4 pisando la arena húmeda con los pies desnudos, cuando Em@ dijo, así como si nada:

—Papi, hemos estado haciendo a bit of soul searching lately.

—Oh no —dijo el abuelo Gustavo y apretó la manita de su nieto, con miedo. —Please no.

Yes papi. Hemos estado averiguando quiénes somos a estas fechas.

—¿Cómo a estas fechas? —volvió a sufrir el pobre Gustavo, y se tocó el pecho y sintió su débil corazón latiendo fuerte como un tambor. —Te ruego que no me digas qué decidieron, hija. Remember que tengo una condición cardiaca.

Em@ sonrió:

—Papi, no te preocupes. Nada más vamos a cruzar otra frontera. Vamos a expandir la familia con un amigo muy guapo. Se llama poliamor. No el amigo, la familia que seremos.

Gustavo se plantó frente a su hija y le reclamó:

—¿Por qué? ¿Nunca vas a dejar de irte de donde estás?

—No me preguntes a mí —dijo su hija. —Pregúntale a la diosa.

Y se tocó con el dedo índice el tatuaje de la Virgen en el cuello, bajo la oreja derecha.

A Ema, que me contó su historia.

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