Estaba el niño Alfredo del Mazo jugando futbol con un amiguito de la primaria, en el jardín de la mansión de su familia, cuando un mesero de levita blanca lo llamó.

—Joven —le dijo, inclinando ceremoniosamente el torso. —Su papá y su abuelito quieren verlo en la azotea.

—Hijo mío —dijo su padre, Alfredo del Mazo II, al verlo aproximarse, su amiguito rezagándose con timidez, el balón de futbol bajo el brazo, el mesero quedándose aún más lejos, a una distancia prudente.

Esa tarde anaranjada la habrían de recordar todos los presentes con un viento que les inflaba las ropas.

—Párate acá con nosotros en el borde de la azotea —dijo el abuelo—, y mira.

El niño Alfredo se desvió para esquivar a un albañil que de rodillas pegaba unos adoquines rojos al piso, con su cuchara de albañil y sacando cemento de una cubeta, y se paró junto a su padre y su abuelo.

Desde la azotea de adoquines rojos se miraban los montes azules, y en medio el ruinoso pueblito de casas pobres de Atlacomulco.

—Pues bien, hijo mío —dijo el abuelo, y alzó la voz para vencer al viento de esa tarde—, este será tu reino, y más allá de los montes, todo el Estado de México. Como yo se lo concedí a tu padre, ahora los dos te lo concedemos a ti.

Así, en presencia del mesero, el amiguito y un azaroso albañil, el padre y el abuelo colocaron las manos sobre la cabecita del niño y en el centro del viento dijeron a un tiempo las sílabas de la fórmula mágica de la transmisión del poder:

—Por el PRI, para el PRI, desde el PRI, y lo que sobre, todo para ti.

De que algo raro había sucedido en esa trasmisión mágica del poder, vino a darse cuenta Alfredo del Mazo III solo muchos años después.

Teniendo ya 28 años y estando ávido ya de mandar a la gente del reino, vio a su tío Arturo Montiel ascender al trono.

—Paciencia —le ordenó su padre. —Lealtad y disciplina. Hay para todos.

El tío Arturo I y sus hijos saquearon de tal forma las arcas y robaron de tal modo propiedades y extrajeron de los súbditos tanto dinero en sobornos, que parecía que era falso, que ya nada sobraría, para nadie nunca jamás.

—Despreocúpate —le dijo el abuelo. —Los mexiquenses ya volverán a llenar las arcas. Este es el reino más productivo del planeta.

—Pero es que el tío tiene ahora un palacio en Francia y otro en España y otro en Nueva York —se quejó Alfredo III.

—¡Unidad! —le exigió su padre, Alfredo II.

Entonces, al final del mandato del tío Arturo I, cuando Alfredo del Mazo III de nueva vuelta ya se había preparado para ascender al trono, ascendió su primo Enrique Peña.

Eso sí ya les pareció siniestro al padre y al abuelo. Conferenciaron a solas y se preguntaron si no se habían equivocado aquella remota tarde al proferir la formula de la trasmisión del poder.

Podía ser, porque el primo Enrique había estado presente, era el amiguito con quién Alfredo jugaba al futbol cuando lo habían llamado, y estuvo parado ahí, a un metro de ellos durante la ceremonia, con el balón bajo el brazo y muy atento bajo su gran copete negro.

—¿Se nos habrá desviado el encantamiento? —preguntó el abuelo.

—Tal vez el viento movió las sílabas hacia el otro chamaco —concedió el papá.

De cualquier forma, mientras gobernaba el primo Enrique I, a Alfredo III le dieron una provincia a gobernar. La más rica del reino. Huixquilucan. Y Alfredo III logró en ella lo imposible. Violar todas las reglas del uso de suelo: donde según la ley cabía un edificio, él dio permiso para que se levantaran tres edificios; donde la ley decía que se podía construir un edificio de cuatro pisos, él dio permiso para que se levantaran edificios de 18 pisos. El pago de los constructores a Alfredo III, fue un piso en cada uno de los cientos de edificios construidos.

Pero Huixquilucan no era el reino, y Alfredo III esperaba su turno para gobernar al reino entero.

Así que cuando acabó el reinado del primo Enrique I, Alfredo III se mandó hacer 66 trajes azul marino para ascender al trono.

—Lo lamento —le dijo su primo Enrique I al recibirlo en su oficina. —No heredarás tú el trono esta vez. Le toca al hijo del mesero.

—¡¿Cuál mesero?! —se consternó Alfredo III.

—La tarde del encantamiento había un mesero parado en la distancia. Parece ser que el viento de esa tarde voló parte de las palabras mágicas hasta ese mesero.

—¡Demonios! —gritó Alfredo III, y muchas otras palabras terribles.

—¡Unidad, lealtad y disciplina! —gritó a su vez el primo Enrique I.

Y quien gobernó fue el hijo del mesero, Eruviel I, seis años largos como el infierno de la impaciencia y la envidia.

Al cabo de los cuales, Alfredo III se apersonó con el hijo del mesero, a cobrar su herencia.

Eruviel I lo recibió en el despacho con cara desencajada y le preguntó:

—¿Te acuerdas que aquella tarde del encantamiento, había un albañil hincado, arreglando los adoquines rojos del piso de la azotea?

—¡No, no había ningún albañil! —tronó Alfredo III, el rey sin reino.

—Pues fíjate que el albañil tenía una hija, que se llama Delfina… y parte de las sílabas mágicas volaron hasta él.

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