En ese país pequeño y remoto que quería dejar de serlo, la Guyana Latina, sucedió un día que la gente común, los ciudadanos que trabajaban a diario, dijeron basta. Basta. ¡Basta!

Los choferes de trailers fueron los primeros en suspender sus actividades. Por sus radios acordaron de pronto frenar, bajar de los vehículos, sentarse al borde de las carreteras, encender un cigarrito Delicados, y dedicarse a ver pasar la lenta ceremonia de las nubes.

Siguieron los carniceros, bajaron los cuchillos a las mesas sangrientas, se quitaron los baberos plastificados y recorridos de hilos de sangre, salieron a las aceras a tomar el sol, y si un cliente se acercaba, le invitaban a unirse al paro.

Los maestros tomaron asiento en las bancas de los patios de las escuelas, y a los niños que cruzaban para irse a casa, regocijados del imprevisto e indefinido recreo, les decían que lo hacían por ellos.

—Hoy paramos a la gloriosa Guyana Latina, para que mañana ustedes no tengan que hacerlo.

Carlos Slim, el hombre más rico de la Guyana, habló en nombre de los empresarios súbitamente de vacaciones. En la terraza del penthouse de su edificio de Villalongin, tomando el sol en unos bóxers rojos, en una mano el celular que registraba la caída de 10 centavos por hora del peso guyanense, y en la otra mano una copa con una margarita de tamarindo, explicitó a la prensa que lo rodeaba la lógica de la detención de labores:

—Más se pierde cada minuto, secretamente, dejando que los gobernantes saqueen los erarios.

Tocó a los universitarios recibir el rumor de la siguiente etapa. Había que reunirse en las plazas de las ciudades y de los pueblos. Aprisa, millones de pares de zapatos y de tenis y de huaraches y de pies descalzos, se movieron hacía los centros de las poblaciones. Los cuadrángulos de cemento fueron llenándose de guyanos y guyanas vestidos como para ir a pasar el día en la playa. En pantalones cortos, con lentes oscuros, con parasoles de colores, recostados en sillas desplegables, algunos con guitarras que se pusieron a rasgar, habían decretado que ese domingo era eterno, puesto que los días laborables se habían ido de pinta, exhaustos igual que todos los guyanos de ser robados por la clase gobernante.

Sólo los políticos parecían no entender el sentido de la huelga nacional de brazos caídos. El secretario de Gobernación declaró en la televisión que si bien la corrupción de la clase gobernante ya era descarada y escandalosa, y si bien había destruido la textura social, y había convertido al gobierno en un Estado Vándalo, y había desfondado el lenguaje de manera que ya ninguna palabra significaba nada, eso era parte principal de la rica tradición cultural de la Guyana Latina.

—Guyanenses —exclamó ante las cámaras, y medio segundo después en todas las pantallas de la Patria—, no se rajen, y pónganle ganas: trabajen, trabajen, sigan trabajando ustedes, no importa si nosotros mientras tanto los saqueamos.

Pero en las plazas donde vacacionaba el pueblo guyanense, había ido formándose un plan distinto: de cierto, el plan más racional jamás formado por la mente colectiva nacional. Todo se detendría hasta que el presidente de la Guyana Latina no instaurara el nuevo Sistema de Justicia, autónomo de los políticos. Una fuerza de policías investigadores de las corrupciones del gobierno y a la vez ejecutora de las sentencias contra los corruptos.

—Osorio, por favor repítemelo —le pidió el presidente de la Guyana Latina a su secretario de Gobernación—, porque ves que soy de lento aprendizaje.— Estaban en la oficina principal del palacio de la Presidencia —¿Ellos quieren que yo instaure un tribunal que de verdad me investigue y me juzgue a mí, y a los otros políticos?

—Además —respondió Osorio, consternado—, quieren suspender las próximas elecciones presidenciales. Dicen que para qué elegirían ellos mismos a sus próximos saqueadores.

—Dios —exclamó el Presidente—, tanta inocencia me espanta.

Tal vez por ese espanto ante la inocencia, esa noche, de distintas pistas de la geografía guyanenese, despegaron mil 600 aviones cargados con la clase política, sus familias, sus contadores, sus sicarios, sus perros y sus canarios en jaulas. Y al día siguiente, el aire amaneció misteriosamente leve en la Guyana Latina, un país que había decidido dejar de ser pequeño y siempre remoto.

Twitter: @sabinaberman

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