“Procurador, nosotros sabemos que hay otros muchachos de Ayotzinapa en el grupo de incinerados, además de El Cochiloco. Nos lo han dicho los propios estudiantes. Hemos identificado al menos a tres más, entre ellos a El Patilludo y El Flaquito. Pero por humanidad, no lo diga aún a las familias, los va a destrozar”.

Según diversos testigos, esta escena se produjo en Chilpancingo, el 7 de noviembre de 2014, entre Mario Patrón Sánchez, director del Centro de Derechos Humanos “Miguel Agustín Pro”, y el entonces procurador de la República, Jesús Murillo Karam, al pie de la aeronave que había llevado al funcionario a la capital guerrerense para ofrecer a las familias de los afectados un informe antes de presentarlo públicamente.

Patrón conocía testimonios de los detenidos que aludían por sus características a varias de las víctimas. En ese momento la única de ellas plenamente reconocida era Bernardo Flores Alcaraz, El Cochiloco, estudiante de segundo grado que parecía haber conducido la movilización de los jóvenes hacia Iguala, donde los esperaba la muerte.

En esa rápida conversación, reportaron testigos a este espacio, Patrón y Murillo acordaron mantener en reserva el dato de que había más víctimas del todo identificadas. Murillo no habló de ello ni en la reunión privada con los padres ni en la célebre conferencia de prensa que ofreció ese mismo día, a su regreso en la capital del país, donde dijo que la “verdad histórica” incluye evidencias de que en el basurero de Cocula se protagonizó la masacre de un grupo importante de personas. Hoy quizá se sienta arrepentido de ello.

Ese acuerdo Patrón-Murillo, el giro que cobraron los acontecimientos y el derrumbe de la imagen pública internacional del gobierno mexicano marcarán el legado de la administración Peña Nieto en materia de derechos humanos. Pero también arrojan sombras de duda sobre el desempeño de organismos especializados en este ámbito, internos o externos, que han tendido un cerco de acero sobre el régimen, que supera ya 18 meses hundido en este drama.

Patrón Sánchez asumió eventualmente la decisión de demoler la llamada “verdad histórica” expresada en la conferencia de Murillo Karam. Tomó meses a la PGR saber que uno de los jóvenes muertos identificado como El Patilludo en las primeras declaraciones por el presunto asesino Jonathan Osorio El Jona, se llamaba Miguel Ángel Hernández Martínez. Y que el referido por el mismo declarante como El Flaquito se llamaba José Luis González Parral.

Patrón y Murillo habían construido una confianza mutua desde mucho tiempo antes. El primero es un respetado activista en su campo y se había desempeñado como el número dos del Centro Pro, el acreditado organismo fundado en 1988 por la Compañía de Jesús en México —el más cercano al papa Francisco—, apoyado financieramente por una treintena de instituciones de todo el mundo.

Poco antes de la tragedia de Iguala, en ese mismo 2014, Murillo intentó infructuosamente impulsar a Patrón para que obtuviera la presidencia de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, en la que finalmente fue designado su actual titular, Luis Raúl González Pérez.

Una de las últimas actividades de Murillo en la PGR fue acudir al despacho del secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, para un encuentro privado con el secretario ejecutivo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, de la OEA, el reconocido mexicano Emilio Álvarez Icaza.

De esa reunión se derivó el convenio que dio origen al controvertido Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI). El acuerdo respectivo implica a Gobernación, PGR y Cancillería, pero singularmente sólo fue firmado por segundos mandos de esas dependencias.

El convenio cobró forma ya con Arely Gómez en la titularidad de la Procuraduría, y trajo un capítulo más en la pesadilla que tiene secuestrada la relación del gobierno con organismos de este campo, no sólo el Centro Pro sino muchos más, destacadamente el Centro Tlachinollan, originado en Guerrero, cuya cabeza es el abogado Vidulfo Rosales, representante de los padres de Ayotzinapa, que a decir de la PGR, ha mediatizado la información, protagonizado sonados desencuentros y sostenido extraños acercamientos con los presuntos culpables de las muertes de Iguala.

Como le informé aquí mismo hace ya tres semanas, este mes el gobierno mexicano declarará cancelado el referido convenio, y al mismo tiempo levantará cargos de asesinato contra muchos de los detenidos que han declarado haber participado en el secuestro, muerte, incineración y desaparición de los restos de un número no determinado de estudiantes de Ayotzinapa. La “verdad histórica” dejará la PGR para llegar de pleno a los juzgados.

Ello será sólo un episodio más de una crisis del Estado mexicano en el contexto de una complicada agenda internacional que parece rebasar este tema, pero que presumiblemente se regodea en el mismo para cobrar otras facturas.

APUNTES: Muchos recuerdan las imágenes de Fernando Solana como secretario general de la UNAM caminado en 1968 al lado de Javier Barrios Sierra, el rector de la dignidad enfrentado a un gobierno, el de Gustavo Díaz Ordaz, que se decantaba por la política de la brutalidad y la cerrazón. Solana sería luego senador, secretario de Economía, dos veces de Educación, una de Relaciones Exteriores, director del Banco Nacional de México estatizado. Creador de instituciones y funcionario de Estado de los que ya no se conciben hoy. Acababa de cumplir 85 años cuando murió el pasado 23 de marzo. Un personaje en justificada espera de su biógrafo.

rockroberto@gmail.com

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