Y por supuesto me refiero a la más alta acepción del término. Porque la elección rebasó los límites del Estado de México y ha sido desde su origen un tema de interés nacional. No sólo desde la óptica de la territorialidad sino, en un sentido más profundo, desde la perspectiva de la moral pública.

A ver: es evidente que para el gobierno peñanietista y el PRI el resultado es de vida o muerte; de perder esta elección frente a Morena, le estaría entregando al lopezobradorismo —desde el próximo septiembre— el gobierno de una de las entidades más importantes del país y, más aun, el ejercicio de un presupuesto de 260 mil millones de pesos a 10 meses de la elección presidencial más decisiva de todos los tiempos. Con el triunfo de Alfredo del Mazo, su primo y su gobierno ganan también un tanque de oxígeno que les permite respirar y reorganizarse para el 2018.

En la acera de enfrente, Andrés Manuel López Obrador y sus huestes morenas han sabido desde siempre que una victoria de su candidata Delfina Gómez significaría también la llegada anticipada del obstinado tabasqueño a las puertas de Los Pinos. Por eso se niegan a aceptar el resultado oficial que por ahora favorece a Del Mazo por apenas 2.9 por ciento de diferencia. A la vez, exigen el recuento de casilla por casilla vista la posibilidad de irregularidades graves y hasta un fraude. Sólo que ahora Morena tiene la carga de la prueba y deberá aportar los elementos suficientes para sostener sus señalamientos. Mientras que el PRI habrá de comprobar la certeza de sus números. Así, es inevitable que el veredicto final sobre la legalidad de la elección se vaya hasta la instancia del Tribunal Federal Electoral, en un proceso que también pondrá a prueba a esa institución y a su capacidad para resistir las presiones de gobierno, partidos y otros poderes fácticos que apretarán por un resultado favorable.

Sin embargo, hay algo más importante que el ganador. Y es la disyuntiva de afirmarnos como un país civilizado o una nación de cínicos y bárbaros. Por ello, es imperativo que esta elección sea no sólo legal, sino legítima y todavía más, creíble. Que autoridades, candidatos y partidos tengan como prioridad precisamente esta condición de credibilidad. Parafraseando al gran torero, no basta con que el proceso sea legal, tiene que parecerlo. Es fundamental el convencimiento pleno de que en este país todavía es válida la democracia.

De no ser así, se corren dos riesgos igualmente terribles: en lo inmediato, la posibilidad de brotes de violencia por parte de grupos extremos y sin control, por más que las dirigencias de los partidos prometan transitar únicamente por la vía pacífica; más grave aún, que para el mediano plazo se estará enviando el mensaje de que para la elección presidencial del 2018 cualquier recurso legal o ilegal que empleen los contendientes será absolutamente válido; y que ya podríamos darle chamba al “Tirantes” —que a unos les cuenta despacito y a otros rapidísimo— como autoridad electoral y ahorrarnos aparatazos partidizados y sospechosos. En pocas palabras, es la fe en nosotros mismos lo que está en juego. Nada más. Pero nada menos.

Periodista.
ddn_rocha@hotmail.com

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