Por las venas abiertas de esta América Latina nuestra de todos los días, fluye ahora un dolor muy profundo: perdió la paz, ganó la guerra. Los buenos deseos y las encuestas que anticipaban que seis de cada diez colombianos responderían que sí a la pregunta: “¿Apoya usted el acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera?”, se equivocaron. Por muy poco, pero de manera clara: 49.78%de la población votó por el sí; mientras que el 51.21% lo hizo por el no. O sea que 6 millones 377 mil 482 colombianos dijeron sí al acuerdo de paz entre gobierno y guerrilla; pero 6 millones 471 mil 376 —apenas 90 mil— se pronunciaron por continuar una guerra que ha dejado en Colombia 220 mil muertos, siete millones de desplazados y 45 mil desaparecidos.

A pesar de esas cifras brutales, una mayoría de colombianos ha decidido que el sangriento enfrentamiento continúe; en otras palabras, que las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia sean exterminadas hasta sus últimas consecuencias. Que no haya ni perdón ni olvido para ninguno de sus 5 mil 765 combatientes. Puro rencor. Sectores ultraconservadores, azuzados por el ex presidente derechista Álvaro Uribe, han reclamado que el pacto no hace justicia a las víctimas y en cambio otorga impunidad total a los victimarios. No es así. Lo que establece es una amnistía para los señalados por delitos políticos como rebelión; pero no eximiría a los acusados de torturas, masacres y violaciones. Quienes confesaran por iniciativa propia estos crímenes podrían evitar la cárcel o recibirían penas alternativas. Pero si eran denunciados y encontrados culpables, serían condenados de ocho a veinte años de prisión. El pacto contemplaba también dos aspectos fundamentales: la desvinculación de las FARC de los cárteles del narcotráfico, con quienes mantuvieron una complicidad territorial de mutua conveniencia; a la vez había un compromiso de reforma agraria y desarrollo con reparto de tierras, créditos y servicios a productores que era un reclamo histórico de las FARC, nacidas en 1964, precisamente de una sublevación campesina.

Apenas el pasado 26 de septiembre, en la emblemática Cartagena de Indias, el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, y el líder de las FARC, Rodrigo Londoño Timochenko, conmovieron a su nación y al mundo con un acuerdo de paz que en boca del propio mandatario “no es perfecto, pero es el mejor que se ha logrado” para poner fin a 52 años de conflicto armado.

Apenas seis días después la brutalidad del resultado adverso ha cuestionado la naturaleza misma del plebiscito: absolutamente innecesario para muchos, luego de tantos años de negociación; un aval adicional —exceso democrático, dirían algunos— que el presidente Santos consideró necesario para reforzar el propio acuerdo.

Lo único rescatable del domingo negro es que Santos y Timochenko han reiterado su intención de consolidar la paz en los hechos. Sin embargo, se ha creado un vacío jurídico de incertidumbre que tal vez deberá resolverse, ahora sí finalmente, en una renegociación en la Corte o con una Asamblea Constituyente.

Para mí que el plebiscito del no, ha sido un errado cálculo político. En el que perdió la buena fe, pero donde no ha sido derrotada la esperanza.

Periodista

ddn_rocha@hotmail.com

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